Hace cuarenta años asesinaban a Amílcar Cabral en Conakry. Desde allí dirigía la lucha anticolonial en Guinea Bissau y se había convertido en uno de los principales pensadores del nuevo nacionalismo africano. Cabral vivió de forma entusiasta, sin reservas, el mundo que le tocó vivir, un mundo que no era el actual y con el cual se identificó. Baste echar un vistazo a las fotos que se han conservado de él: su poder evocador inmediato es tal que uno se pregunta si Amílcar Cabral no podría haberse convertido en una de las caras del siglo XX, a la manera del Ché Guevara, si hubiese vivido en un país más grande, si hubiese sido sojuzgado por un imperio más central que el del salazarismo tardío. Al fin y al cabo, Cabral «diseñó», organizó y dirigió casi hasta su consumación, la única lucha nacionalista Africana –y de las poquísimas en todo el siglo XX– que conquistó su derecho a la independencia tras derrotar militarmente al colonizador. Los historiadores de la Gran Historia lo han «olvidado». Pero Cabral no se convirtió en una foto fija tras su muerte. Claro que no pudo madurar como un Nelson Mandela y no sabemos cómo habría revisado o enriquecido sus principios juveniles. Pero sí sabemos que Cabral es pertinente en castellano porque lo es en África, con sus errores y su lucidez juvenil, debido a su preocupación genuina por la población, por las gentes. Una preocupación que aún transpira en los textos y en las memorias, una preocupación que aún mueve a pensar y a actuar.