En abril de 2004 el mundo entero se conmovió ante las imágenes de las torturas y humillaciones a las que las tropas de EE.UU. sometían a sus prisioneros en la prisión iraquí de Abu Ghraib, la misma en la que poco tiempo antes torturaba y asesinaba a sus opositores Sadam Husein. A pesar de que George W. Bush y Donald Rumsfeld intentaron mostrar a la opinión pública mundial que los responsables eran tan sólo un puñado de «perversos» policías militares, pronto pudo comprobarse que esos hechos, como las torturas y asesinatos en Afganistán o la situación de «limbo» legal en el que permanecen cientos de prisioneros en Guantánamo, eran parte de un mismo plan diseñado desde la Casa Blanca y el Pentágono. El análisis de los numerosos memorandos internos del Pentágono, con las propuestas de las distintas «técnicas de interrogación» y los informes de letrados asesorando sobre cómo «blindar» a los torturadores ante los propios tribunales estadounidenses y la Justicia internacional, permite confirmar que bajo la bandera de la llamada «cruzada contra el terror» EE.UU. vulnera los más elementales derechos humanos. En una muestra más de su iniquidad, la CIA secuestra en la actualidad a sospechosos en cualquier región del mundo, inclusive en capitales europeas, y los traslada en aviones civiles a países aliados o a bases militares propias para reternerlos y torturarlos con total impunidad. Dice el Premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel en su prólogo a "La impunidad imperial": «Montoya aborda con coraje una tarea dificultosa frente a mecanismos de censura y ocultamiento de la información. Los documentos y testimonios recogidos son utilizados con sobriedad y sin especulaciones, tratando de poner en evidencia los comportamientos y contradicciones de una gran potencia que en la actualidad, a través del poder militar, busca la dominación mundial y no repara en los medios a utilizar para alcanzar sus fines.»