En estos años del cambio de siglo que alguien denominó la «década ganada» América Latina ha cambiado de faz y su cartografía social ha tendido hacia las sociedades de clases medias. Coincidieron para ello tres ciclos: un proceso extenso de democratización de la región; un periodo de bonanza económica motivado, en buena parte, por factores exógenos (crecieron los precios de las materias primas que muchos países exportaban); y una coexistencia en el poder de distintas formaciones de izquierdas (con sus matices) que han aplicado una política de transferencias sociales, copiada, en buena parte, por las formaciones de derechas, minoritarias en ese tiempo. Cambios intensos tan apreciables precisan nuevas formas de cohesión, más allá de coyunturas económicas adversas y de las sustituciones políticas habituales en una democracia. Los contratos sociales se caracterizan por una combinación de acuerdos implícitos y explícitos que determinan lo que cada grupo social aporta al Estado y lo que recibe de él. Este contrato social es el que tiene que modificarse para hacer inviables, o dificultar mucho, las marchas atrás y ese dolor de cabeza que el pesimismo impone en muchos de los que estudian, o viven, en América Latina. Relegar el temor a que se experimente, como otras veces en el pasado, un retroceso político y social agudo que limite el importante progreso habido en estos años en materia de ciudadanía política, civil y social. Todo lo que pertenece a América Latina nos concierne de un modo singular. Como comunidad política no dejamos de imaginar nuevos modos de cooperación, como comunidad económica trazamos las vías de una prosperidad que entre nosotros solo podrá ser la de un patrimonio compartido, como comunidad cultural esperamos ver realizada una promesa antigua e incesante.