El esfuerzo griego por construir un espacio humano donde fuera posible la justicia y donde el destino común estuviera regido por la voluntad de los hombres se vinculó desde el origen a la existencia de ciudadanos: ellos eran la ciudad y, por tanto, el Estado. Desde las osadas medidas de Solón para implicar a todos en las decisiones, el Estado nació como un orden destinado a defender el interés común frente a los intereses particulares y la arbitrariedad de las familias poderosas. Y es que, como nos muestra Pedro Olalla, «la historia de la democracia ateniense no es sino la historia del paso progresivo del poder a manos de los ciudadanos». Hoy, cuando las democracias occidentales parecen haberse alejado de este objetivo, tal vez tenga sentido rastrear infatigablemente la ciudad en la que un día nacieron los primeros ciudadanos y, con ellos, la política.