Año 1929. Una chica de diecisiete años, Eugènia Duran, mira el mundo con los ojos cerrados y lo pinta tal como lo ve, una figura cúbica que enmarca todos los universos: el de los vivos, el de los muertos y el de los que todavía están por nacer. Un mundo donde se mezclan la luz y el mar de Portbou con el ambiente de la Girona de los años treinta, el sueño y la intuición con la pasión y la obsesión. El deseo de sentir y de expresarse hasta vaciarse de todo, es la clave que guía la trayectoria vital y artística de esta joven que mira más allá de la realidad. Tiene un futuro prometedor como pintora y un padre que le da soporte. Pero una serie de hechos interrumpen esta carrera brillante. Año 1992. En la Barcelona preolímpica, Eugènia, una mujer mayor, rodeada de ausencias e inmersa en la soledad, recuerda su pasado. Vive sin querer mirar. Existe sin mirada. Es la mujer sin mirada. En este otro universo fuera del mundo no había casas ni escaleras ni árboles ni cementerios: sólo la creación que nace de uno mismo. Y pinté este universo porque me ofreció sin miedo. Lo di todo, y sólo veía los ángeles que encendían las estrellas con la luz del sol y las madres con hijos en el regazo y otros ángeles que eran las almas de los que habían muerto