De niño Cristóbal trabajaba la lana en un taller oscuro y polvoriento de Génova. Pero soñaba con ser marinero. Porque el mar olía a tierras lejanas, olía a futuro. El Océano Tenebroso en cambio olía a misterio. Poblado de monstruos, se decía. Y sin fin. Cristóbal decidió salir a explorarlo. Porque las aguas, aún no navegadas, llaman. Pero para ir a ver dónde termina el Océano Tenebroso se necesitaban mucho valor y mucho dinero. El valor lo tenía, el dinero no. Hasta que la reina Isabel se apasionó con su idea, que se parecía más a un sueño. O a una locura.