Aquel día de 1940 brillaba el sol en la capital granadina. No era un sol abrasador, pero aportaba una inmensa luz. A media mañana, la temperatura era realmente agradable. Era uno de esos primeros días de primavera en que la ciudad invitaba a sus habitantes a echarse a la calle. Ese año, sin embargo, era diferente. Algo había cambiado para siempre en las vidas de todos los españoles. La céntrica plaza de Bib Rambla no era ajena al bullicio que reinaba a esas horas en Granada. Salpicada por las sombras de los tilos, por entre cuyas hojas se filtraban como chorros de agua los rayos de luz, y por sus características farolas de cuatro brazos en las que se daban cita los desocupados y los desconocidos, acogía en sus flancos numerosos puestos de venta que dejaban en el centro la popular fuente de los «Gigantones», trasladada hasta aquí este mismo año desde su anterior ubicación, el Paseo de la Bomba. Bajo la inconclusa torre de la catedral, se desplegaban pequeños y modestos puestos de venta de flores, ropa y fruta, sobre todo de plátanos procedentes de la vega granadina, cuyos regentes esperaban atraer a alguno de los transeúntes que a esas horas vagaban por allí. Entre aquella masa humana, una mujer que llevaba a su pequeño en brazos mientras cogía de la mano a su otro hijo, que empezaba a articular sus primeros pasos; un señor algo relleno y con barba impecablemente vestido con traje claro, corbata y sombrero; un par de soldados uniformados y armados que parecían ir de paso; una criada enviada por la señora de la casa a hacer los recados domésticos; una señora que posaba divertida ante la cámara fotográfica de un joven bajo la atenta mirada de su esposo; o dos mujeres con faldas por debajo de las rodillas que habían sacado a pasear sus cestas vacías con la esperanza de poder echar algo en ellas. Todos ellos fueron inmortalizados por el objetivo de la curiosa cámara de Manuel Torres Molina . En uno de los flancos de la plaza, dando la espalda a la catedral, emergían las figuras masculinas de dos vendedores de la calle, discretos aunque no ocultos, que exponían al público viandante sus mercaderías, dispuestas en no más de una docena de cajas de cartón que se desplegaban sobre la acera empedrada. Conformaban el género encendedores, piedras de ignición, tabaco, papel de fumar y otros productos no demasiado fáciles de encontrar en aquellos tiempos. Todo cuanto tenían se concentraba en aquellos pocos metros. Uno de los vendedores, sentado en una silla, calzaba alpargatas y lucía reloj en la muñeca, mientras su compañero, en cuclillas, se dejaba la voz gritando los precios. Frente a ellos, un hombre con borsalino parecía llevarse las manos a los bolsillos en busca de alguna moneda, mientras una anciana arrodillada, de riguroso luto y pelo recogido en un alto moño, acomodaba cuidadosamente en su cesta las cajetillas de tabaco que acababa de adquirir de forma fraudulenta. Probablemente no había fumado en su vida. E incluso puede que tampoco lo hiciera ninguno de sus hijos y que hubiera comprado los cigarrillos para revenderlos sueltos con la esperanza de obtener una pequeña ganancia con la que acallar los rugidos del estómago. Un joven en camisa de manga corta observaba atento sus movimientos. Lo descrito no es más que la interpretación de la sugestiva imagen que abre este libro, con la que bien podría corresponderse. La fotografía, tomada en la plaza de Bib Rambla en algún momento comprendido entre los trágicos años de 1938 y 1940, capta un instante de la cotidianeidad granadina. Cada uno de estos rostros, ajenos al objetivo de la cámara que los inmortalizó, nos cuenta una historia, en ningún caso extraña al amargo sabor dejado por la guerra. Sus experiencias de vida bien pudieron ser las de los protagonistas de este libro. Si nos distanciamos un poco de la imagen, la historia podría proseguir, sin perder un ápice de verosimilitud, con la detención de la anciana en su misma calle, a tan sólo unos números de alcanzar el portal de su casa. «Alguno de esos que había en la plaza me ha denunciado», podría haber pensado la mujer. Pudo ocurrir incluso que alguno de sus vecinos le prestase el dinero para pagar la multa, librándola con su solidaridad de ingresar en una de esas lúgubres cárceles franquistas de las que había oído hablar. ¿Dejaría de acudir al mercado negro tras el escarmiento? El relato aúna varios de los elementos vertebradores de este libro: la venta ilícita en una céntrica plaza de la capital granadina a plena luz del día, el protagonismo de los rostros femeninos en las actividades estraperlistas, la denuncia entre individuos iguales, o la solidaridad dentro de la comunidad ciudadana.