El placer asociado a los escalofríos musicales parece estar claramente localizado fisiológicamente. Es decir, que en tales casos el placer musical gira en torno a un particular efecto fisiológico, el escalofrío que recorre nuestra piel, siendo tal efecto parte integrante del placer experimentado. Una razón por la que el fenómeno del escalofrío musical es interesante desde el punto de vista filosófico es la siguiente: ¿cómo puede un simple hormigueo o un ligero temblor, es decir, una mera alteración corporal, ser relevante para la apreciación estética? Cierto número de filósofos del arte, el más famoso Nelson Goodman, nos han acostumbrado a ver como ridícula –gracias al carácter ridículo con que la han adornado– la idea de que se pueda atribuir un rol legítimo a las sensaciones en el análisis de la respuesta estética. ¿Para qué sirve una mera sensación, aunque sea agradable, en el ámbito del arte?, ¿qué nos dice, de qué nos da testimonio?, ¿nos informa de alguna cuestión de carácter artístico?, ¿arroja luz sobre alguna relación artística de ideas? Si la respuesta es no, entonces arrojémosla, si no a las llamas, sí al cubo de la basura de la teoría del gusto. Esta es el juicio à la Goodman dominante. Pero no es algo que yo comparta por completo, de ahí mi interés por los escalofríos musicales.