En nuestra sociedad, hemos llegado a un punto en el que fingir no es aceptable, en el que mostrarse como alguien que no se es en realidad buscando una sublimación de la personalidad, una faceta alternativa con la que mostrarnos ante los demás se considera poco menos que un fraude. No hay mayor pecado que ser pretencioso, aspirar a una realidad superior, a modificar la rigidez de una vida mediocre con algún que otro destello de ficción. Y, sin embargo, si no existiera la pretenciosidad, nunca hubiéramos alcanzado algunas de las grandes cumbres de la cultura pop, ni se hubieran dado las condiciones para que mucha gente, en el fondo normal, hubiera tenido la posibilidad de mostrarse ante los demás como rotundamente genial. En este ensayo provocador, Dan Fox se plantea una defensa numantina de la falsedad como una parte fundamental de nuestra cultura, una aproximación al yo que no debería ser censurable, sino alentada desde todas las vías posibles. Tanto si se trata de plantar cara a la idea consensuada de cómo debemos comportarnos y practicar el arte si nadie fuera pretencioso, si nadie aspirara a más, nunca podríamos evolucionar, como si aplicamos la idea a nuestras expectativas de autosuperación o diferenciación de los demás, lo pretencioso ha demostrado ser una forma de expresión útil y necesaria. La tesis de Fox defiende que acusar a los demás de elitismo es el último refugio de los mediocres, que la igualación del talento va en contra del progreso, y que debería haber en nuestra cultura una defensa abierta de quienes, simplemente siendo diferentes y creyéndose especiales, hacen de nuestra sociedad un lugar mejor.