A mediados de 2015, Volkswagen alcanzó su gran objetivo: superar a Toyota como el mayor fabricante de automóviles del mundo. Unos meses después, la Agencia de Protección Ambiental estadounidense desveló que la compañía alemana había instalado en once millones de coches un software que burlaba los mecanismos de pruebas de emisiones. A principios de 2017, Volkswagen acordó con las entidades reguladoras de Estados Unidos y con los propietarios de los vehículos una indemnización millonaria. Pero la historia se remonta a 2009, cuando los ingenieros de la empresa alemana se dieron cuenta de que el motor diésel que habían desarrollado con un alto coste para competir con los japoneses no respetaba la promesa de cumplir con los estándares de emisiones. Por tanto, tenían dos opciones: confesar el fracaso o cometer un delito. Y así es como se fraguó el engaño entre los directivos de la compañía que vieron evaporarse los objetivos de ventas que se habían fijado y con ellos también sus primas. La historia del fraude de Volkswagen tiene muchas lecturas pero es, en última instancia, una lección de cómo la presión empresarial del siglo XXI para alcanzar los objetivos corporativos a cualquier precio puede conducirnos por una senda tenebrosa de consecuencias catastróficas.