El vampiro siempre ha estado entre nosotros. Desde los súcubos, lamias y sirenas de la antigüedad (como las que acechan en La muerte de Ilalotha o Los habitantes de la Isleta Middle), pasando por el gul necrófago merodeador de cementerios (El Sabueso), hasta el nosferatu o «no muerto» de la Europa del Este (La dama pálida), precursor del vampiro victoriano, elegante y perverso, tal como lo concibió John William Polidori en aquella tormentosa noche de 1816 en Villa Diodati. Tampoco pueden faltar en esta travesía sangrienta las hijas de la oscuridad, que con siniestro batir de alas abandonan los sepulcros a la luz de la luna (Isobel la resucitada, Berenice, La señora Amworth, Rapsodia húngara). Hay vampiros singulares, malditos entre los malditos, que parecen rehuir a los de su propia especie (La hija de Rappaccini, El fresno, El 252 de la calle M. Le Prince, El parásito); revisiones más o menos heterodoxas del mito (Marsias en Flandes, El final de la noche, Hijo de sangre), así como entidades que transcienden la forma del vampiro, pero no su esencia maligna (como aparecen en El almohadón de plumas, El horror del túmulo, Horror en el castillo de Chilton, Mecánico grasiento, Un suceso extraño). Vampiros ...y más que vampiros propone una diabólica travesía por el núcleo y las estribaciones del mito del vampiro, desde su formulación más clásica (El Vampiro de Polidori), hasta su más asombrosa alteración o degeneración orgánica e ideológica (Un suceso extraño de Adam Niswander).