Su entusiasmo era tan evidente como contagioso. Su sonrisa, capaz de iluminar todo un estadio, se hizo famosa, y su naturalidad desarmaba a los periodistas más cínicos. Conectaba con los adultos como si fueran niños y con los niños de manera muy especial. Con el tiempo, Magic demostró que tras su sonrisa latía el corazón de un campeón, un jugador cuyo empeño por la victoria no era inferior al de rivales más hoscos, como Larry Bird o Michael Jordan. Para él, el baloncesto era más que un juego, y su disfrute no significaba que no le doliera la derrota ni ansiase la victoria hasta el extremo.