«…nadie más que él podía ser el hombre de la arena. Pero ya no lo veía como aquel espantajo de cuentos de abuela que buscaba ojos de niño para llevar alimento al nido de búhos. ¡No! Ahora era un monstruo que allí donde intervenía llevaba pena, desgracia, ruina temporal, eterna». El hombre de la arena, ese personaje familiar que entraba por las noches en las casas de los niños, encuentra en el relato de Hoffmann su mito y alcanza su máxima estatura: la del terror incubado en la infancia, el miedo alimentado cada noche que desencadena la demencia.