Mi pueblo siempre había vivido en armonía con la naturaleza, pues la tierra era nuestra madre. Nuestros dominios se extendían al norte hasta las grandes montañas y al sur llegando al gran río. Eso era todo lo que conocíamos, ninguno de nosotros cruzó jamás más allá. Mi abuelo me cuenta historias de nuestro pueblo cuando por las noches nos sentamos al calor de la hoguera. Contaba que nuestros ancestros tuvieron que cruzar las cumbres nevadas de las altas montañas, pues eran nómadas que caminaban sin rumbo fijo, viviendo de lo que encontraban por el camino. Al llegar a este precioso lugar un sueño les reveló la forma de cultivar la tierra. Ahora disponíamos de alimentos de sobra y no era necesario continuar vagando. Nuestra dieta era principalmente vegetariana únicamente en las épocas de escasez; en los inviernos más duros recurríamos a la caza. Todos los seres vivos del bosque eran parte de nuestra familia, así que intentábamos intervenir lo menos posible, dejando que la madre naturaleza hiciese su labor.