«Un viaje por España podía parecer, todavía no hace mucho, como una aventura heroica. En el siglo pasado, el duque de Saint-Simon con el título de Embajador de Francia, camino de Madrid escribía: "No hay nada en las hosterías de España. Sólo le indican a uno dónde puede comprar las cosas necesarias. La carne suele ser viva; el vino espeso, común y peleón; el pan se pega al paladar; el agua a menudo no sabe bien; sólo dan camas para los muleros, de manera que todo lo tiene que traer uno consigo". Hace veinticinco años, las cosas no habían cambiado mucho. Hoy sí: España ha hecho grandes progresos y uno puede ir a Madrid y hasta Sevilla sin ser héroe o embajador. Si todavía es prudente traer su propia cena, ya no hace falta traer la cama. Los ferrocarriles van casi tan rápido como las antiguas diligencias; y cuando el túnel no se ha venido abajo, o el camino no se ha bloqueado por desprendimientos, o el puente no se ha desplomado o llevado por el torrente, con tiempo suficiente, uno llega a su destino. Con esta perspectiva tranquilizadora, en los primeros días de la primavera de 1866, partía para España con mi familia y un compatriota, el señor de L., conocedor de las costumbres y el idioma después de haber pasado allí una larga temporada. Por otra parte el momento era propicio. En el otoño anterior, el cólera había impedido mi salida. En el mes de enero, la insurrección del general Prim, me hizo temer que ardiese todo el país. Por el momento todo parecía tranquilo, pero había que darse prisa. Los pronunciamientos (otro cólera, endémico en España) podían aún cerrarnos el paso. Y de hecho, recién llegado yo a Madrid, estallaba la sangrienta revuelta de junio.» Eugéne Poitou