Cuenta un sacerdote que cuando era niño le regalaron un perro. Su alegría fue enorme. Y el entendimiento y compenetración entre ambos crecía día a día.
Hasta que una tarde, al volver de clase preocupado por los problemas que no salían, “cogí al perro…
Nos sentamos ocultos en un rincón… Miré al perro, él me miró a mí. Con gran sobresalto vi que en sus ojos había una incomparable y pacifica disposición de una mañana de domingo”. El perro no había captado su disgusto; no sintonizaba con sus problemas.
De repente comprendió el abismo que había entre los dos. Y “pensé: si yo pudiera darle un poco de mi inteligencia y de mi alma, él podría entenderme, pensar y hablar… Podría leer, escribir y aprender a contar. Podría tener preocupaciones y llevar negocios… Sería casi, casi un hombre…”
“Soñaba yo maravillosas posibilidades …” Pero eran eso: sueños imposibles.
Algo así le ha ocurrido a Dios con el hombre: ha querido que compartiésemos su felicidad divina. Pero el hombre, capaz de una dicha humana, ¿cómo puede saborear, disfrutar, una alegría divina?.
Lo bueno es que para Dios no hay sueños imposibles. Nos transforma interiormente, infunde en nuestra alma su “naturaleza divina” (2 par 141) Nos capacita para disfrutar de su propia felicidad.
A esa acción le llamamos gracia santificante: un don divino que hace al hombre santo, hijo de Dios y capaz del cielo.
El niño quería humanizar al perro. Pero no pudo. Dios ha querido divinizar al hombre. Y Él si pudo.
Agustín Filgueiras