«La experiencia demuestra que para orar bien, para llegar a ese estado de oración (…) en el que Dios y el alma se comunican profundamente, es preciso que el corazón esté herido. Herido de amor de Dios, herido de sed por el Amado (…). Es preciso que Dios nos haya tocado en un nivel bastante profundo de nuestro ser para que no podamos pasarnos sin Él. Sin esta herida de amor, nuestra oración, en definitiva, no será nunca más que un ejercicio intelectual, es decir, un piadoso ejercicio de espiritualidad, y no esa íntima comunión con Aquél cuyo corazón ha sido herido de amor por nosotros».