«Debemos orar también porque somos frágiles y culpables. Es preciso reconocer humilde y realmente que somos pobres criaturas, con ideas confusas (…), frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo.
La oración da fuerzas para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad; la oración da ánimo para salir de la indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la debilidad; la oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia desde la perspectiva de Dios y desde la eternidad.
Por esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero también es una alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de Jesucristo».
(Juan Pablo II, Audiencia con los jóvenes, 14.III,79)