«Cuentan los naturales, que el armiño es un animalejo que tiene la piel blanquísima y que cuando quieren cazarle los cazadores usan deste artificio: que sabiendo las partes por donde suele pasar y acudir, las atajan con lodo, y después ojeándole le encaminan hacia aquel lugar, y así como el armiño llega al lodo, se está quedo, y se deja prender y cautivar, a trueco de no pasar por el cieno y perder y ensuciar su blancura, que la estima en más que la libertad y la vida.
La honesta y casta mujer es armiño, y es más que nieve blanca y limpia y la virtud de la honestidad; y el que quisiere que no la pierda, antes la guarde y conserve, ha de usar de otro estilo diferente que con el armiño se tiene, porque no le han de poner delante el cieno de los regalos y servicios de los importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud y fuerza natural que pueda por sí misma atropellar y pasar por aquellos embarazos; y es necesario quitárselos y poner delante la limpieza de la virtud y la belleza que encierra en sí la buena fama».
(Cervantes, en El Quijote, 1ª parte, cap. 33: novela de El curioso impertinente)