Nació el 20 de octubre de 1953 en Sitio Malhada da Areia, una zona muy pobre del Estado de Rio Grande do Norte (Brasil). Era la sexta de trece hermanos. Fue bautizada el 7 de enero de 1954. En su familia aprendió las primeras nociones de la fe y las oraciones cristianas. Su padre leía con frecuencia a los hijos la Biblia y los llevaba a misa. Lindalva aprendió de su madre a cuidar y ayudar a los niños pobres.
Al final de la escuela primaria, a los doce años, hizo la primera Comunión. Además de colaborar en la casa ayudando a la familia, prosiguió sus estudios, hasta conseguir, en 1979, el diploma de «asistente administrativo». De 1978 a 1988 trabajó como dependienta en algunos comercios y luego como cajera en una gasolinera. Mandaba a su madre la mayor parte del dinero que ganaba.
En la ciudad de Natal, donde residía y trabajaba, comenzó a frecuentar la casa de las Hijas de la Caridad y el asilo de ancianos donde realizaban su apostolado, dedicándose generosamente a obras de voluntariado. La muerte de su padre, por un cáncer en el abdomen, a quien asistió amorosamente en sus últimos meses de vida, la impulsó a reflexionar sobre la existencia y a orientarse decididamente a ayudar a los pobres. Sin dejar de trabajar, se inscribió en un curso de enfermería, de guitarra y de cultura. Desde 1986 comenzó a frecuentar el movimiento vocacional de las Hijas de la Caridad, participando regularmente en los encuentros de formación y madurando en su corazón el deseo de servir a los pobres.
A sus treinta y tres años, hacia fines de 1987, pidió la admisión al postulantado para dedicarse totalmente al servicio de los pobres y seguir a Jesucristo con una entrega más radical. «Quiero tener una felicidad celestial —declaró—, desbordar de alegría, ayudar al prójimo y hacer incansablemente el bien».
Un mes después de recibir el sacramento de la Confirmación, el 28 de noviembre de 1987, le llegó la respuesta positiva de la provincial de las Hijas de la Caridad, y el 11 de febrero de 1988 comenzó el postulantado en la casa provincial de Recife.
Durante ese período fue muy edificante para todas las compañeras, destacando por su disponibilidad para con los pobres y por su alegría. Se comprometió al servicio de los más necesitados de una favela, llegando incluso a transportar ladrillos para la construcción de casas en el barrio. Asimismo llevaba una intensa vida de oración.
El 16 de julio de 1989, con otras cinco compañeras, inició el noviciado en Recife. El 29 de enero de 1991 fue enviada a servir a los cuarenta ancianos de un asilo en San Salvador de Bahía. La cordialidad y alegría con que trataba a todas las personas le granjearon la estima de las Hermanas, de los funcionarios del asilo y de las personas a las que asistía. Realizaba los trabajos más humildes al servicio de los ancianos, les ayudaba material y espiritualmente, fomentando en ellos la recepción continua de los sacramentos; cantaba y oraba con ellos; los sacaba a pasear. Contagiaba a los demás de su optimismo.
En enero de 1993 llegó al asilo un hombre de 46 años, Augusto da Silva Peixoto. Aunque no tenía derecho al asilo por su edad, había logrado una recomendación para ser acogido allí. Sor Lindalva lo trataba con la misma cortesía que a los demás huéspedes, pero este hombre, de carácter difícil, se enamoró de la joven religiosa. Así comenzó para ella un período de pruebas muy duro. Comprendiendo las intenciones de Augusto, trató de hacerle entender que ella estaba consagrada totalmente a Dios. Aunque tenía miedo de ese hombre, no quiso alejarse del asilo para no abandonar su servicio a los ancianos. «Prefiero derramar mi sangre, antes que marcharme», confesó a una de las hermanas.
Ante el comportamiento de Augusto, avisó al director del servicio social del asilo; este llamó la atención al hombre, el cual prometió corregirse. Pero en los días anteriores a la Semana santa creció en él la rabia y el odio, así como el deseo de vengarse, llegando a elaborar un plan criminal.
El Lunes santo, 5 de abril, compró en una feria un cuchillo de pescadero. La noche del Jueves santo estuvo paseando todo el tiempo entre el dormitorio y el baño, y a sus compañeros que le interpelaban respondía que sufría insomnio.
El Viernes santo, 9 de abril, a las 4.30 de la mañana, sor Lindalva participó en el vía crucis de la parroquia. Al volver al asilo, fue como de costumbre al pabellón San Francisco para servir el desayuno a los ancianos. Se situó, como siempre, detrás de la mesa en que se servían las comidas a los huéspedes. A espaldas de la mesa había una puertecita, con una escalera externa que daba al jardín.
Augusto, esperó a que sor Lindalva estuviera sirviendo el desayuno; llegó por la escalera externa, abrió la puerta y la apuñaló por detrás, encima de la clavícula. El cuchillo, atravesando la yugular, penetró profundamente en el pulmón. El hombre, presa de un raptus incontrolable, siguió hiriéndola en varios puntos del cuerpo, mientras los huéspedes, tras un primer momento de sorpresa, trataban de intervenir. Augusto, blandiendo el cuchillo, desde detrás de la mesa amenazaba con matar a quien se acercara. Ante los tribunales, el asesino declaró que la había matado precisamente porque lo había rechazado.
Al día siguiente, el Sábado santo, por la mañana el arzobispo cardenal Lucas Moreira Neves, al celebrar la ceremonia fúnebre, puso de relieve la coincidencia de la muerte violenta de la mártir sor Lindalva, que dio su vida por el servicio a los pobres, y la pasión y muerte de Cristo.