Presentación histórica del martirio realizada por monseñor Juan Esquerda Bifet, director emérito del Centro internacional de animación misionera (Ciam).
A fin de resaltar la actualidad del tema de la esperanza, decía el Papa Benedicto XVI a los obispos del Japón en la visita «ad limina» del 15 de diciembre de 2007, citando su segunda encíclica: «Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva» (Spe salvi, 2). Y para contextualizar esta afirmación añadió: «A este respecto, la próxima beatificación de 188 mártires japoneses ofrece un signo claro de la fuerza y la vitalidad del testimonio cristiano en la historia de vuestro país. Desde los primeros días, los hombres y mujeres japoneses han estado dispuestos a derramar su sangre por Cristo. Gracias a la esperanza de esas personas, «tocadas por Cristo, ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza» (Spe salvi, 8). Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por el testimonio elocuente de Pedro Kibe y sus compañeros, que «han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero» (Ap 7, 14 ss)» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de diciembre de 2007, p. 8).
Fueron muchos miles los cristianos japoneses que, en el decurso de cuatro siglos, pero especialmente durante los siglos XVI-XVII, dieron este testimonio heroico de esperanza. Algunos ya han sido canonizados. El 8 de junio de 1862, Pío IX canonizó a veintiséis. El mismo Papa beatificó a 205 el día 7 de julio de 1867. Juan Pablo II canonizó a veintiséis el día 18 de octubre de 1987. Los nuevos 188 mártires —han sido beatificados el pasado 24 de noviembre— se suman, pues, a una cifra considerable que, no obstante, viene a ser sólo una pequeña representación de los muchos miles que dieron la vida por Cristo, además de los innumerables que afrontaron toda suerte de sufrimientos por el Señor.
Esta realidad histórica queda ya como un hecho salvífico imborrable en la evangelización del Japón y es también una herencia común para toda la Iglesia. Será siempre un punto de referencia, como lo ha sido para toda la historia eclesial la realidad martirial de los primeros cuatro siglos del cristianismo bajo el imperio romano.
Entre estos mártires se encuentran todas las clases sociales. Cabe recordar que hubo también algunas apostasías, como en toda persecución. Pero, al contemplar el conjunto admirable de unas estadísticas controladas, cabe preguntarse sobre el punto de apoyo de su perseverancia ante el martirio. ¿Qué preparación y medios habían tenido? ¿Cuál fue y sigue siendo la clave de la perseverancia?
Las circunstancias actuales han cambiado en todas las latitudes. Pero será siempre una realidad la «persecución» contra los seguidores de Cristo como él mismo profetizó (cf. Jn 15-16; Mc 13, 9). La Iglesia estará siempre «en estado de persecución» (Dominum et vivificantem, 60). Las dificultades, siendo muy diversas, no son menores en la actualidad, especialmente en una sociedad donde se sobrevalora lo útil, lo eficaz, lo inmediato, la ganancia, el éxito, las impresiones, las leyes que contrastan con la conciencia… El cristiano que quiera ser coherente, tendrá que estar dispuesto, en cualquier época, como decía san Cipriano refiriéndose a los mártires y confesores del siglo III, a «no anteponer nada al amor de Cristo».
Afirmar hoy explícitamente la divinidad y la resurrección de Jesús es un riesgo de «martirio», de marginación y descrédito… Decidirse por seguir los principios básicos de la conciencia y de la razón iluminados por la fe —sobre la vida, la familia, la educación— será frecuentemente fuente de malentendidos y tergiversaciones por parte de los que se oponen a los valores evangélicos.
La beatificación de los nuevos 188 mártires, todos ellos japoneses y casi todos laicos (183), tendrá ciertamente una gran repercusión, especialmente en el Japón. Si «la sangre de mártires es verdadera semilla de cristianos» (según Tertuliano: PL I, 535), esta realidad martirial actual anuncia, a pesar de las previsiones humanas, un resurgir de la comunidad eclesial en el Japón, con repercusión en la Iglesia universal.
El martirio cristiano es siempre un «misterio» de la historia. Ninguna figura histórica ha sido tan amada y tan perseguida como la figura de Jesús, que prometió estar presente entre los que creen en él. Pero la vida martirial de los discípulos de Jesús es siempre una gracia que tiene un dinamismo misionero imparable.
Un hecho histórico de valor permanente:
los mártires japoneses, especialmente de los siglos XVI-XVII
El 15 de agosto de 1549 llegó san Francisco Javier al Japón, donde desarrolló su actividad apostólica durante unos tres años. Los jesuitas fueron llegando continuamente. Los primeros franciscanos misioneros llegaron de Filipinas en 1592. Los dominicos y agustinos, también procedentes de Filipinas, llegaron en 1602. Hay que recordar que las Filipinas fueron evangelizadas inicialmente por los misioneros agustinos, ya desde la ocupación española, en 1565. Fueron cuatro las Órdenes religiosas que evangelizaron el Japón durante estos inicios: jesuitas, franciscanos, dominicos y agustinos.
Los años que transcurren entre 1549 y 1650 se han calificado de «siglo cristiano» del Japón; en 1644 los católicos eran unos 300.000, según la cifra aceptada por algunos historiadores. San Francisco Javier había escrito en 1552 que se produciría persecución azuzada por algunos bonzos. Él mismo había manifestado la alegría de poder llegar a ser mártir.
Se pueden observar, en el contexto histórico, diversos motivos circunstanciales que dieron origen a la persecución: las luchas comerciales por parte de navegantes ingleses y holandeses, que sembraban la sospecha y el rechazo hacia los portugueses, provenientes de Macao, y hacia los españoles, provenientes de Filipinas; el temor de algunas autoridades japonesas a una invasión; la inquina de algunos bonzos budistas que veían disminuir a sus seguidores. Pero los mártires japoneses murieron por no querer renunciar a su fe; se les proponía la posibilidad de salvar su vida a precio de esta renuncia a la misma, aunque fuera simulada.
Un primer edicto de persecución en todo el país fue firmado en 1614, y se enviaron copias a todos los «daimyós» del Japón. Hay que recordar que existía un ambiente de guerra civil en Japón entre dos «shôgun» o gobernadores mayores; de hecho, el emperador estaba como «prisionero» en Kyoto. Tokugawa Leiasu se proclamó «shôgun» en 1603 y murió en 1616, contra el «Shôgun» Toyotomi Hideyoshi, dejando fundada la dinastía «Tokugawa». Tokugawa Yemitsu asumió la plena autoridad del «shôgunado» en 1632 y reclamó obediencia absoluta a su autoridad por parte de los cristianos, por encima de la fe y de la conciencia.
Estas dificultades se acentuaban por el hecho de que, para los perseguidores, los «shôgun» —gobernadores mayores— eran la ley suprema. Los cristianos tenían que ser eliminados porque seguían el primer mandamiento del decálogo: amar a Dios sobre todas las cosas. Ese es el argumento del apóstata Fabián Ungyô, con su libro: «Ha Deus, Contra la secta de Dios», año 1620.
Se puede constatar la internacionalidad de los mártires, aunque la inmensa mayoría eran japoneses. En la documentación y también en las listas de los ya beatificados o canonizados, se encuentran coreanos, mestizos (luso-japoneses, chino-japoneses), de Malaca, un indio de Malabar, un indio de Bengala, uno de Sri Lanka, algunos chinos, etc. Entre los misioneros, casi un centenar, había portugueses, españoles, italianos, mexicanos y algunos de Flandes, Francia, Filipinas, Polonia…
Los primeros mártires fueron asesinados ya en 1558. Desde entonces están documentados los martirios, al inicio casi anualmente y en diversos lugares del Japón, hasta 1867. Pero especialmente quedan documentados con más precisión hasta el año de la clausura del Japón, en 1639, época «Sakoku» o de país clausurado. Todavía después de esta fecha, quedaron —o ingresaron clandestinamente— muchos cristianos, misioneros y catequistas que fueron mártires durante el decurso de todo el siglo XVII.
Desde el martirio masivo de Nagasaki, el 5 de febrero de 1596, con Pablo Miki, s.j., a la cabeza —veintiséis mártires ya canonizados el 8 de junio de 1868, entre los que aparece san Felipe de Jesús—, hubo siempre «grandes martirios»: en Edo —Tokio— (año 1613, con veintitrés mártires), Arima-Kuchinotsu (año 1614, con cuarenta y tres mártires), Miyako-Kyoto (año 1619, con cincuenta y tres mártires), Nagasaki (año 1622, con cincuenta y tres mártires), Shiba-Edo (año 1623, dos grupos, con cincuenta y veinticuatro mártires), Minato-Akita (año 1624, con treita y dos mártires), Kubota-Akita (año 1624, con cincuenta mártires), Okusanbara (año 1629, con cuarenta y nueve mártires), Omura (año 1630, dos grupos, con setenta y tres, y diez mártires), Aizu-Wakamatsu (año 1632, con cuarenta y tres mártires), Edo -Tokio— (año 1632, con quince mártires), etc.
Es imposible concretar con exactitud el número de mártires. Ciertamente pasaron de varios miles. El cálculo más conservador sobre este número, desde finales del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII, indica entre 5.000 y 10.000 mártires (cf. Positio, p. 40). Los mártires extranjeros no pasan del centenar. Pero sólo en la llamada «insurrección» de Shimabara, abril de 1638, según algunos escritores modernos, pudieron haber llegado a 20.000 —aparte de los caídos en la guerra— los japoneses que fueron sacrificados por el hecho de ser cristianos. En una publicación reciente, las fichas documentadas y precisas, con nombre, fecha, lugar, modalidades, etc., pasan de dos mil, pero alguna de estas fichas se refieren a algún grupo sin poder precisar más (El Martirologio del Japón 1558-1873; ver el grupo de Shimabara en la página 740).
Es impresionante la actitud de muchos niños mártires, en solitario, en grupo o con sus padres. Algunos eran de muy tierna edad. Un testimonio muy documentado habla de un grupo de dieciocho niños, en el segundo gran martirio de Edo-Tokio, 24 de diciembre de 1623: «Los seguían (a los mártires adultos) dieciocho niños, que como casi todos eran pequeñitos y no sabían todavía temer a la muerte, iban alegres y risueños como si fueran a jugar, llevando algunos de ellos en las manos los juguetes que en esa edad suelen usar, moviendo con ello a lágrimas a los mismos gentiles que lo veían… Llegados al lugar determinado, los primeros en que se ejecutó la cruel sentencia fueron los dieciocho niños, en los cuales ejecutaron crueldades tan bárbaras que sólo oírlas causa horror» (ib., p. 490).
Los suplicios fueron variando y recrudeciéndose, como puede constatarse en el conjunto de los 188 que resumiremos más abajo. Además de la cárcel y arresto domiciliario, se produjo frecuentemente la pérdida de todos los bienes y el exilio. Pero en el caso de martirio cruento, además de las decapitaciones, hogueras y crucifixiones, se ejercieron toda clase de humillaciones o vejaciones y torturas, que constan detalladamente en los documentos de la época, por parte de testigos presenciales. Además de la amputación de miembros y el apaleamiento, se practicaba el ahogo lento o repetido en agua, el veneno, el aceite hirviendo, la crucifixión, alanceados o también quemados, el lanzamiento al mar, la inmersión en los sulfatos del monte Unzen en Nagasaki, lapidación, tormento de la fosa —colgados boca abajo y metida la cabeza en una fosa—, etc.
Eran de todas las clases sociales: nobles samurais, autoridades civiles, artesanos, profesores, pintores, literatos, campesinos, ex-bonzos convertidos, esclavos ya liberados y prisioneros de guerra (de Corea), algún corsario convertido, trovadores ciegos especializados y diplomados en el arte melódico-narrativo. Pero dentro del cristianismo se sentían todos como en familia.
Como dato interesante hay que constatar que en 1632 fueron desterrados a Manila más de cien leprosos cristianos. En 1601 tuvieron lugar las primeras ordenaciones de sacerdotes japoneses, jesuitas y diocesanos. A pesar de la fidelidad por parte de la inmensa mayoría, se constata también la primera apostasía de un misionero europeo, el padre Cristóbal Ferreira, en 1633.
La invasión de Corea, a finales del siglo XVI, había dado como resultado la llegada de muchos esclavos coreanos, que vivían en el distrito de Nagasaki llamado Korai-machi. En una reunión de los misioneros con el obispo de Nagasaki, padre Cerqueira, s.j., en 1598, se inició un proceso de liberación. Muchos coreanos se hicieron cristianos; algunos serían mártires, ya beatificados y canonizados.
La persecución y los martirios continuaron hasta 1873. Fueron todavía muchos los mártires de la segunda mitad del siglo xix, al inicio de la «apertura» comercial del Japón. En 1873, por presión de los gobiernos occidentales, un decreto oficial hizo retirar los bandos oficiales que habían prohibido la religión cristiana durante siglos, desde el inicio del siglo XVII; los cristianos apresados pudieron volver a sus casas. Pero en los años inmediatamente anteriores a 1873 habían muerto en las cárceles 664 cristianos, por inanición o por torturas. La discriminación respecto de los católicos, a veces por parte de algunos bonzos budistas, continuó hasta casi la segunda guerra mundial, a mediados del siglo xx.
El nuevo elenco de 188 mártires beatificados
El conjunto de los 188 mártires corresponde a una misma época (1603-1636). Todos ellos fueron víctimas de la misma tendencia claramente persecutoria respecto del cristianismo, con el objetivo claro y planificado de borrarlo totalmente del Japón. Esta lista de 188 corresponde a quienes fueron compañeros de otros numerosos mártires ya reconocidos precedentemente por la Iglesia como tales, y que sufrieron el martirio en las mismas circunstancias.
En la presente lista destaca la fidelidad a la Santa Sede, por parte de Julián Nakaura; la tenacidad en seguir la vocación, padre Pedro Kibe; la heroicidad de misioneros y catequistas japoneses perseguidos y ocultos durante años; la vida cristiana de familias enteras sacrificadas, etc. Los treinta samurais martirizados, nobles y casi siempre con sus familias, junto con numerosos fieles del pueblo sencillo, son una muestra de la importancia de este martirio para la historia del Japón, en un momento clave de su unificación política en el inicio del siglo XVII; fueron fieles a la autoridad civil, dispuestos a dar su vida y sus haciendas por sus señores, pero nunca a renegar de su fe ni de los deberes de conciencia.
De los detalles concretos del martirio consta por parte de numerosos testigos y por documentos contemporáneos eclesiásticos y civiles, puesto que las autoridades dieron pie a la máxima espectacularidad de cada evento. Muchas veces, los perseguidores hicieron desaparecer los restos, por ejemplo arrojando las cenizas en el mar, para evitar el culto a las reliquias de los martirizados. Pero, todavía hoy, algunos de estos mártires son considerados como héroes por la sociedad japonesa no cristiana.
La intención anticristiana de los perseguidores es evidente, como consta por los edictos de los gobernantes, así como por la búsqueda organizada para apresar a todos los cristianos y la invención de toda clase de tormentos para conseguir la apostasía, con la cual hubieran quedado liberados del suplicio.
Cinco son religiosos: cuatro jesuitas —tres sacerdotes y un hermano— y un padre agustino; ciento ochenta y tres son laicos. Los treinta samurais murieron indefensos, dejando aparte las armas, hecho inexplicable y señal de cobardía en ellos si no fuera por un ideal superior. Hay niñas y niños pequeños, ya llegados al uso de razón, que mostraron una tenacidad heroica unida a su candor y fervor cristiano. Hay familias enteras, madres embarazadas o con sus hijos muy pequeños, jóvenes y ancianos, catequistas —uno era ciego— y gente sencilla del pueblo, que se prepararon asiduamente con oración y penitencias para el martirio, mostrando siempre no solamente entereza y fortaleza, sino también la alegría de dar la vida por Cristo.
Algunos de los mártires ya beatificados o canonizados anteriormente, habían dejado escrito su testimonio sobre estos 188 mártires, que han sido beatificados el pasado 24 de noviembre . La causa de los nuevos mártires, todos ellos japoneses y casi todos laicos (183), no había sido estudiada hasta hace pocos años. Fue Juan Pablo II, en su visita al Japón (año 1981), quien alentó a recordar y estudiar otros muchos mártires además de los ya reconocidos; esta invitación fue corroborada por una carta del entonces prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, cardenal Agnelo Rossi.
Estos 188 mártires, distribuidos en 16 grupos, fueron martirizados entre 1603 y 1639, prácticamente de todas las zonas geográficas del Japón, las diversas diócesis actuales. La investigación fue realizada por una comisión de cinco historiadores, especializados en temas japoneses, y se hizo con toda precisión y seriedad histórica, aprovechando el material existente en numerosas bibliotecas y archivos de dentro y de fuera del Japón: once archivos japoneses y doce archivos o bibliotecas occidentales.
A veces son fuentes civiles, pertenecientes a los mismos perseguidores, donde no se oculta el motivo de la persecución, el género de martirio, algunas apostasías y la tenacidad en afirmar la fe cristiana por parte de las víctimas. Son muy importantes las «cartas anuales» contemporáneas que enviaban a Roma los superiores jesuitas del Japón, misioneros y algunos de ellos también mártires posteriormente.
Ha habido una petición oficial de la Conferencia episcopal del Japón, firmada por todos los obispos el 14 de junio de 2004, suplicando la beatificación de los 188, que dieron su vida «por Cristo y por la Iglesia», y motivándola con razones de actualidad pastoral. Los 188 mártires corresponden a las actuales diócesis de Nagasaki, Fukuoka, Kyoto, Niigata, Hiroshima, Kagoshima, Oita, Tokio (Edo) y Osaka.
1) Once mártires de Yatsushiro, hoy Kumamoto, diócesis de Fukuoka: seis de familia de samurais (año 1603) y cinco de gente del pueblo (años 1606 y 1609)
Entre los samurais, destacan dos familias: Juan Minami y su esposa Magdalena, con su hijo adoptivo Luis, de siete años; Simón Takeda y su esposa Inés, con su madre Juana. Los varones samurais mueren decapitados. Las mujeres y el niño, crucificados. Destaca la alegría en el momento del martirio, vistiendo su mejor vestido de fiesta. Magdalena Minami, desde la cruz, rezaba a coro con su hijo Luis. Juana Takeda predicaba desde la cruz.
Entre la gente sencilla del pueblo: Joaquín y Miguel, con su hijo Tomás, de trece años; Juan y su hijo Pedro, de cinco o seis años. Son tres catequistas, con sus hijos. Mueren decapitados, menos Joaquín, que muere en la cárcel a causa de los tormentos. Todos muestran alegría, oración y firmeza en la fe. Se conservan algunas cartas desde la cárcel, donde leían libros de espiritualidad.
El caso del niño Pedro Hatori, de cinco o seis años, es emblemático. Vestido con su kimono de fiesta, en el lugar del suplicio se acercó al cadáver de su padre, martirizado unos momentos antes, se bajó el kimono de los hombros, se arrodilló, juntó las manos para orar y presentó su cuello desnudo ante los verdugos aterrorizados; estos no acertaron en el primer golpe, hiriéndolo en el hombro y tumbándolo a tierra, de donde se levantó para seguir arrodillado en oración; murió decapitado pronunciando los nombres de Jesús y María. Algo parecido pasó con el niño Tomás, de trece años, hijo de Miguel; este niño tenía el brazo izquierdo atrofiado, pero lo levantó con su brazo derecho para morir en actitud de oración (cf. P. Pasio, o.c., cap. 9, foll. 328-330).
2) Mártires de Yamaguchi y Hagi, Melchor Kumagai, samurai, y Damián, catequista ciego, año 1605, 16 y 19 de agosto respectivamente, en la diócesis de Hiroshima
El samurai Melchor muere decapitado en su casa, por defender la fe cristiana, mientras oraba y meditaba la pasión. La importancia del martirio de este samurai estriba también en su calidad de descendiente de familia noble que se remonta al emperador Kammu (782-805).
El samurai Melchor precedentemente se había enfriado en la fe, pero luego, después de la guerra de Corea, tomó un camino de segunda conversión, entregándose con generosidad hasta el momento de su martirio. En sus cartas dirigidas a sus amigos manifiesta su adhesión incondicional a la fe, mientras, al mismo tiempo, estaba dispuesto a servir con fidelidad a su señor el «daimyó», pariente suyo.
El catequista ciego Damián muere también decapitado, de rodillas y orando, por defender y propagar la fe. Su cuerpo fue mutilado y arrojado al río por los verdugos, con la intención de hacer desaparecer los restos, de donde los cristianos rescataron la cabeza para enviarla a Nagasaki. Los perseguidores intentaban conseguir la apostasía. Hay que notar en este caso y en algunos otros, la acción persecutoria de algunos bonzos de una secta budista, que instigaron a los gobernantes.
Este catequista ciego, que se había convertido del budismo, dedicó su vida a la catequesis, con su arte musical y narrativo, llegando a convertir, sólo en un año, a ciento veinte personas, además de dedicarse durante años a fortalecer la fe de los ya cristianos. Con sus cantos y narraciones, el ciego «iluminaba» a todos por el camino de la fe. En el momento en que iba a ser decapitado, le conminaron por tres veces a que apostatara de la fe, pero Damián ofreció su cuello mostrando gran paz y alegría. Sus restos, recuperados por los cristianos, fueron trasladados a Nagasaki y luego a Macao.
3) León Saisho Shichiemon Atsutomo, samurai de rango alto (1608, Hirasa, hoy Sendai, diócesis de Kagoshima)
Había recibido el bautismo el 22 de julio de 1608, de manos del futuro mártir Jacinto Orfanel, o.p., beato. El samurai convertido se entregó a un camino de oración y perfección. Instado repetidamente por su señor a apostatar, León resistió con fortaleza y ánimo tranquilo. Fue condenado a muerte por haberse bautizado en contra de las órdenes de su señor. Decía que «estaba dispuesto a morir antes que dejar de ser cristiano» (Carta de Mons. Cerqueira a Pablo V, 5 de marzo de 1609).
Salió para el lugar del martirio habiendo dejado sus armas, vestido con traje de fiesta; se arrodilló sobre una estera de paja ante una imagen pequeña del descendimiento de la cruz, que luego metió en su pecho, mientras enrollaba en su mano derecha el rosario.
Lo decapitaron el 17 de noviembre de 1608, a los tres meses y medio después de haber recibido el bautismo. Su martirio tuvo lugar donde él mismo había pedido, es decir, en el cruce de caminos (por significar la cruz de Cristo). El hecho de morir «con tanta seguridad y alegría… era cosa nunca vista en aquel reino» (Cerqueira, o.c., fol. 482).
4) Mártires en Ikitsuki (Hirado): el samurai Gaspar Nishi Genka, con su esposa Úrsula y su hijo primogénito Juan Mataichi Nishi (año 1609), diócesis de Nagasaki
Se trata de una familia de mártires. Estos tres fueron martirizados el 14 de noviembre de 1609. Hijo de Úrsula es el padre Tomás, o.p., mártir en 1634, ya canonizado por Juan Pablo II en 1987; también fue martirizado su otro hijo Miguel con su esposa e hijo en 1634, por haber dado alojamiento a su hermano, el padre Tomás.
El samurai Gaspar Nishi era protector y padre de los pobres y campesinos. El martirio de esta familia fue promovido de modo especial por un bonzo principal de Hirado, de una secta budista, mitad bonzos mitad soldados, prohibidos posteriormente, que era amigo del «daimyó». Los datos precisos del martirio se encuentran en la carta de monseñor Cerqueira, del 10 de marzo de 1610, dirigida al Papa Pablo V.
Los mártires se prepararon con oración para el martirio. Gaspar, samurai, pidió morir como Jesús en una cruz, pero sólo se le concedió ser decapitado en el lugar donde anteriormente el misionero padre Torres había levantado la cruz.
Úrsula y su hijo Juan murieron decapitados, arrodillados y pronunciando los nombres de Jesús y María. En sus cabezas, expuestas públicamente, pusieron la causa de la muerte: «por ser cristianos». Sus cuerpos fueron llevados a Nagasaki y posteriormente, en 1614, a Macao.
5) Mártires de Arima (diócesis de Nagasaki), año 1613, tres familias de samurais: Adriano con su esposa Juana, León con su esposa Marta y sus dos hijos (Magdalena de diecinueve años, Diego de doce años), León con su hijo Pablo de veinticuatro años
Las tres familias de samurais (ocho personas) murieron quemados vivos el 7 de octubre de 1613. Este martirio tiene un significado especial: representa la cristiandad de Arima, la más cultivada del Japón, semillero de mártires. Estas tres familias fueron siempre fieles a sus «daimyós» en guerra y en paz. El odio a la fe provenía especialmente del «daimyó» apóstata Arima Naozumi. Miles de cristianos, organizados en cofradías, pudieron asistir al martirio con el rosario en la mano y velas encendidas; habían pasado una noche entera velando en oración. Cinco días después del martirio, daba cuenta detallada de todo ello el obispo monseñor Cerqueira al prepósito general de la Compañía de Jesús, padre Claudio Acquaviva.
Todos los mártires se habían preparado con oraciones y sacramentos. La numerosa comunidad cristiana de la ciudad participó en la preparación espiritual. El influjo de sus gestos audaces llegó hasta conseguir que algunos apóstatas volvieran a la fe. Estos arrepentidos, no habiéndoseles permitido sumarse a los presentes mártires, renunciaron a sus rentas y se exiliaron.
Cada uno de los mártires muestra alguna peculiaridad personal: los tres samurais anuncian a Cristo sin ambigüedades hasta el último momento. Marta anima a sus hijos, Magdalena y Diego. Magdalena, de diecinueve años, levanta y ofrece al cielo con sus manos las brasas. El niño Diego, de doce años, al vadear el río de camino hacia el suplicio, no permitió que le ayudara un samurai compasivo, sino que le dijo: «Déjame ir a pie como mi Señor, ya que no llevo la cruz a cuestas» (cf. Carta anual de 1613, fol. 271); en el momento del suplicio, al quemársele las cuerdas, los vestidos y los cabellos, corrió hacia su madre y quedó muerto a sus pies; la madre acogió al niño señalando el cielo. Todos ellos confesaron su fe con toda claridad y con alegría, pronunciando los nombres de Jesús y María.
6) Adán Arakawa de Amakusa (1614, diócesis de Fukuoka)
Se trata de un hombre del pueblo, casado con esposa cristiana, de fe sencilla y bien formada, siempre contento, catequista («kambó») y, al marchar los misioneros, responsable de la comunidad cristiana, dedicado a ella con gran celo. Se alimentaba de libros espirituales: la «Imitación de Cristo», libro impreso en japonés en Amakusa y Nagasaki.
Fue encarcelado y repetidamente torturado desde el 21 de marzo de 1614. Afirmó su fidelidad a las autoridades civiles, pero también la independencia de su fe. En medio de las torturas, después de anunciar a Cristo, permanecía continuamente en oración. Fue decapitado el 5 de junio del mismo año (por la noche y en clandestinidad, mostrando más ánimo que sus verdugos) por no querer apostatar de su fe y por su calidad de animador catequista de la comunidad, que constaba de varios miles de cristianos. Su cuerpo, envuelto en redes y con piedras, fue arrojado al mar. Los cristianos sólo pudieron recoger algo de su sangre. Tenía sesenta años. La investigación fue dirigida por el futuro mártir beato Francisco Pacheco, según orden del provincial padre Carvalho, elegido como sucesor de monseñor Cerqueira, que había muerto en febrero de 1614.
7) El gran martirio de Miyaco (Kyoto), 6 de octubre de 1619 (cincuenta y dos mártires)
Este es uno de los martirios numerosos, o masivos, de Japón que hemos citado más arriba. En el martirio de Kyoto murieron cincuenta y dos cristianos quemados vivos: un samurai de alto rango, Juan Hashimoto con su esposa Tecla, encinta, y sus seis hijos, de entre tres y doce años; la mayoría eran gente sencilla del pueblo, madres jóvenes con sus hijos, que vivían agrupados en una calle de Kyoto («calle de los que creen en Dios») y que habían sido atendidos anteriormente por misioneros y catequistas, también martirizados posteriormente, algunos ya beatificados. Las madres martirizadas ofrecían a sus hijos pequeños: «¡Señor Jesús, recibe a estos niños!». Todo el grupo siguió la misma suerte: encarcelados en diversas fechas, orando y cantando en la cárcel, crucificados y quemados todos juntos, afirmaron su fe. Constan los nombres de cada uno y su testimonio cristiano y martirial, algunas familias enteras. El samurai Juan fue un apoyo para todos.
Destaca el martirio de Tecla, en medio de las llamas, sujeta a la cruz con tres hijos pequeños, consolándolos, apretando a la más pequeña, Luisa, de tres años, entre sus brazos, mientras los otros tres ardían en la cruz próxima. Destaca también la actitud martirial de la niña Marta, de siete años, que quedó ciega en la cárcel y a quien los mismos guardias quisieron liberar haciéndola apostatar; la niña Marta respondió profesando la fe en nombre de todos y pudo morir junto a su madre.
El martirio fue contemplado por numerosos cristianos y miles de paganos. De este martirio quedan numerosos testimonios, incluso de un anticatólico —trabajador de la compañía inglesa de Hirado, quien también describe la muerte y oración de Tecla con sus hijos— y de los archivos civiles japoneses. El martirio fue divulgado de inmediato en Occidente, gracias a la carta anual de Rodrigues Giram, del año 1619 —el mismo año del martirio—, que tomó los datos de la relación del padre Benito Fernández, mártir dos años después.
8) Familia Kagayama-Ogasawara (18 miembros), en Kokura (1619), Hiji (1619) y Kamamoto (1636), diócesis de Fukuoka y Oita
Diego Kagayama, noble samurai, que era gobernador de Kokura, murió decapitado el 15 de octubre de 1619, con su primo y yerno Baltasar, este con su hijo Diego, de 4 años. Fueron decapitados, por orden del «daimyó» Hosokawa Tadaoki, el mismo día (15 de octubre de 1619), en distinto lugar (Kokura y Hiji respectivamente). El samurai Diego marchó descalzo hacia el lugar del suplicio, encargó dar sus vestidos de fiesta a un pobre y murió orando y arrodillado con un crucifijo en la mano. Baltasar explicó a los verdugos el porqué de su alegría al morir defendiendo la fe y oró antes de ser decapitados él y su hijo pequeño.
Los dieciocho mártires murieron por no querer apostatar de la fe, en actitud de oración. Pertenecían a una cristiandad, la de Buzen, muy numerosa —quizá unos tres mil cristianos— y muy bien formada. Los miembros de la familia samurai Kagayama-Ogasawara eran fieles a las autoridades superiores y colaboraron en sus empresas, pero no quisieron abandonar la fe, a pesar de las promesas, amenazas y castigos.
La familia Ogasawara Gen’ya (él con su esposa Miya, nueve hijos y cuatro sirvientes) fueron decapitados en Kumamoto, año 1636. Después del martirio de sus parientes —familia Kagayama— habían sufrido destierro y prisión, confesando su fe cristiana ante todo género de amenazas. Clandestinamente recibieron ayuda espiritual y sacramentos, especialmente por parte del futuro mártir japonés padre Julián Nakaura. De los esposos Ogasawara y Miya Kagayama, y de algunos de sus hijos mártires, se conservan cartas, escritas desde la cárcel, que reflejan claramente sus actitudes martiriales y las de toda la familia. Después de pasar cuarenta días en la cárcel, el 30 de enero de 1636 los esposos con sus nueve hijos y cuatro sirvientes fueron todos decapitados en el patio del templo budista Zengo-In de Kumamoto. Posteriormente se ha descubierto la tumba de la familia Ogasawara, y se han hallado dieciséis cartas, a modo de testamento, escritas desde la cárcel, donde aflora la actitud martirial cristiana ante la incomprensión de sus parientes.
9) Juan Hara Mondo No Suke, mártir de Edo (1623), hoy diócesis de Tokio
El samurai Juan Hara Mondo es el único que pudo ser escogido, entre los cuarenta y siete laicos que, junto con tres religiosos, fueron quemados vivos en la colina de Shinagawa, a la entrada de Tokio, en la presencia de una inmensa muchedumbre y de numerosos «daimyós», que acudieron a Edo (Tokio) de todo Japón, para celebrar el inicio del gobierno del nuevo shôgun, Tokugawa Yemitsu, que había dado la orden de eliminar a todos los cristianos. Era el 4 de diciembre de 1623. Además de los cuarenta y siete laicos, de los que se destaca como representante Juan Hara Mondo, había en el mismo grupo tres religiosos: un franciscano y dos jesuitas, que ya fueron beatificados en 1867, juntamente con otros doscientos cinco.
El samurai Hara Mondo procedía de familia enlazada con el emperador Kammu (782-805). Nació en 1587. Servía como paje del shôgun Tokugawa, se bautizó en Osaka cuando tenía unos trece años. En su primera juventud fue acusado de faltas graves dentro de la corte, pero luego consta que vivió una vida cristiana ejemplar. Se han documentado los detalles más importantes de su vida. El shôgun Tokugawa Ieiasu, hacia 1612 había iniciado abiertamente la persecución, intentando hacer apostatar a sus vasallos cristianos.
Ya en 1612, Juan Hara Mondo, por no querer renunciar a su fe, recibió la orden de destierro, pero se ocultó para poder propagar el cristianismo. En 1615 fue descubierto, encarcelado y condenado. Le imprimieron en la frente con hierro candente una cruz y le mutilaron los dedos de manos y pies. Pudo todavía vivir oculto y sirviendo espiritualmente a la comunidad cristiana, desde una leprosería. En 1623 fue delatado y, junto con otros cristianos, condenado a morir en la hoguera. Todos murieron «invocando los santísimos nombres de Jesús y María» y «no hubo entre ellos quien se moviese».
10) Mártires de Hiroshima: Francisco Tóyama Jintaró, Matías Shóbara Tchizaemon, Joaquín Kuroemon (1624)
De entre un gran número de mártires de Hiroshima, de algunos de los cuales se desconocen los nombres, se han escogido estos tres más documentados, todos ellos martirizados por no querer apostatar.
Francisco Tóyama era noble samurai, cristiano de vida muy ejemplar, que «tenía ofrecida su vida a Dios», uno de los cinco firmantes de la carta a Pablo V en la que prometían fidelidad. Su ejemplo cristiano influyó en la conversión de muchos. Por no querer apostatar, murió decapitado en su casa el 16 de febrero de 1624, después de recibir los sacramentos, teniendo en sus manos un crucifijo, mientras oraba ante un cuadro de la Virgen atribuida a san Lucas (copia de la de Santa María la Mayor). Unas horas antes de morir, escribió una carta alentando a otro encarcelado, Matías Shóbara, donde manifiesta claramente su disponibilidad martirial.
Matías Shóbara, mientras era guardián en la cárcel, fue bautizado por uno de los presos, futuro mártir, el jesuita padre Antonio Ishida. De camino hacia el lugar del martirio, iba rezando el rosario y explicando a la gente la doctrina cristiana; murió crucificado, después de ser atormentado para hacerlo apostatar (17 de febrero de 1624). Antes del martirio, todavía pudo responder a la carta de Francisco Tóyama (ver arriba), donde manifiesta sus actitudes martiriales.
Joaquín Kuróemon, hombre del pueblo, era catequista encargado de las obras de misericordia y de la animación de la comunidad. Por este motivo fue condenado a morir en cruz. Marchó con alegría al lugar del martirio, orando y exhortando a aceptar la fe cristiana. Fue alanceado en la cruz el 8 de marzo de 1624.
11) Mártires del monte Unzen, Nagasaki, 1627
Son un grupo de veintinueve, todos ellos indicados con sus nombres y datos concretos. Destacan el samurai Pablo Uchibori, con sus tres hijos, y el anciano señor («tono») de la aldea Hachirao, Pablo Onizuka, padre del mártir beato Pedro Onizuka, s.j., quemado vivo en 1622. Pero los veintinueve mártires se distribuyen en tres grupos, según la fecha del martirio: 21 de febrero, 28 de febrero y 17 de mayo de 1627.
Casi todos habían sufrido anteriormente cárcel y torturas. Algunos son descendientes o familiares de mártires. Otros mueren con su esposa e hijos. Algunos eran catequistas o jefes de aldeas, o habían hospedado a los misioneros ocultos, arriesgando su propia vida.
A los tres hijos de Pablo Uchibori, antes de matarlos y arrojarlos al mar (21 de febrero de 1627), les cortaron los dedos de las manos, ante su padre y ante un gran grupo de condenados al martirio, para presionarlos a apostatar. El niño Ignacio Uchibori, de cinco años, sufrió la mutilación con gran serenidad, levantando sus dedos y mano mutilada y sangrienta, con la admiración de todos los presentes. Con ellos murió del mismo modo, con los dedos mutilados y arrojada al mar, Gracia, esposa de Tomás Soxin, porque no quiso renegar de la fe; también mataron allí mismo, arrojándolos al mar, a otros doce.
Cinco de los veintiséis mártires de la presente lista, martirizados en los sulfatos del monte Unzen —en dos grupos y fecha distinta: 28 de febrero y 17 de mayo— son firmantes, entre otros doce, de la carta dirigida anteriormente a Pablo V (18 de octubre de 1620), expresando su disponibilidad de «ofrecer nuestras vidas en testimonio de Cristo y de la santa Iglesia romana… Nada tenemos tan grabado en el corazón como el padecer el martirio, cuando la ocasión se ofrezca, con la gracia de Dios».
El samurai Pablo Uchibori, ya desde las torturas en la cárcel y durante los tormentos de los sulfatos, animaba a todos sus compañeros a perseverar en la fe, mientras él y otros eran torturados y mutilados en rostro y manos. Murió diciendo: «Alabado sea el Santísimo Sacramento». De él se conserva una carta escrita desde la cárcel, en la que explica el martirio de otros mártires anteriores y su propia disponibilidad martirial por amor a Cristo: «Deseo padecer por su amor».
Todos murieron orando, fuertes en la fe y con alegría, a veces dejando escritas, durante el trayecto hacia el martirio, expresiones poéticas de despedida, como hicieron los mártires Joaquín Mine y Bartolomé Baba con esta afirmación: «Hasta ahora creía que el cielo estaba muy lejos; ahora, viéndolo tan cerca, me llena de alegría». El samurai Juan Marsutake murió orando: «¡Señor Jesús, no me dejéis de vuestra mano!». Los testigos han dejado constancia de la actitud martirial de todos.
12) Los cincuenta y tres mártires de Yonezawa, hoy diócesis de Niigata. Luís Amagasu y cincuenta y dos compañeros, año 1629
La comunidad cristiana de Yonezawa, ciudad situada al norte del Japón, en los «reinos del norte», fue iniciada por un samurai cristiano bautizado en Edo (Tokio). Desde su hogar cristiano, fue expandiendo la fe por toda la comarca, predominantemente budista, con la ayuda de algún misionero escondido o que pasaba para administrar los sacramentos. Dos son los samurais que encabezan el grupo: Luis Amagasu Uyemon y Pablo Nizhihori Shikibu. Sus esposas e hijos colaboraron en la evangelización entre amigos y conocidos, convirtiendo también a algunos bonzos, y permanecieron firmes durante el martirio. Los misioneros ocultos o de paso, dejaron constancia de los hechos por medio de cartas y relaciones.
El grupo de los cincuenta y tres mártires, todos ellos seglares, se divide por familias —esposos, hijos y sirvientes— y por lugar de procedencia. De todos ellos se conserva el nombre y otros datos esenciales: edad, etc. Entre ellos, hay ancianos y jóvenes, esposos y muchos niños pequeños, de entre uno y trece años de edad.
Los cincuenta y tres mártires fueron sacrificados en la misma fecha, el 12 de enero de 1629, conforme iban llegando los grupos al lugar del suplicio. No hubo encarcelamiento ni fugas. Murieron todos dando testimonio cristiano, en medio del silencio y las lágrimas de amigos y conocidos, cristianos y paganos. El shôgun Yemitsu, desde Edo, había dado la orden de eliminar a los cristianos, pero fue el «daimyó» Uesugi Sadakatsu de Yonezawa, quien llevó a cabo la orden. A todos se les ofreció la libertad si apostataban.
El primer grupo en ser sacrificado fue el del samurai Nishihori, decapitado con toda su familia y sirvientes (esposas y niños pequeños). Al recibir la noticia de que serían ejecutados, se vistieron de fiesta, tomaron su rosario y pasaron en oración las últimas horas. El camino hacia el lugar del martirio estaba cubierto de nieve. Antes de ser decapitados, todos besaron un medallón del Santísimo Sacramento, presentado por un cristiano, repitiendo tres veces: «Alabado sea el Santísimo Sacramento».
El samurai Pablo Nishihori había instruido y bautizado a cuatro no cristianos la víspera de su martirio. Antes de ir al lugar del suplicio, tomó un dibujo de la Virgen y lo puso en la funda en lugar del puñal, además de colocarse el rosario al cuello. De otros grupos se van narrando detalles de delicadeza, alegría, vida familiar y espiritual antes del martirio y en el mismo martirio.
De todos los grupos también se dan detalles precisos, con la edad de los niños y el grado de parentesco. Son familias enteras alentándose mutuamente para dar testimonio de fe, orando, predicando la fe, ofreciéndose en sacrificio…
La niña Tecla, de trece años, hija del samurai Simón Takahashi, escapó de quienes la querían hacer apostatar y corrió hacia donde se habían llevado a su padre; llegando al lugar donde la nieve estaba teñida de sangre, se quitó las botas de paja para acercarse con respeto y unirse al martirio de su padre; los dos oraron antes de ser decapitados. Ignacio Iida arregló la cabellera de su esposa antes de ser decapitada juntamente con él. Miguel A. Osamu, de trece años, hijo de Antonio Anazawa, mientras oraba, se arregló él mismo el cabello para ofrecer su cuello desnudo al verdugo. Cándido Bozo, de catorce años, defendió su fe ante las repetidas ofertas de libertad si apostataba, diciendo: «Si para vivir he de apostatar, no quiero la vida».
13) Mártires de la colina Nishizaka, Nagasaki, año 1633: Miguel Kusuriya, Nicolás Nagawara Keyan Fukunaga, s.j., y Julián Nakaura Jingoró, s.j.
Miguel Kusuriya, laico, ha sido llamado «el buen samaritano de Nagasaki», por estar dedicado a las obras de misericordia para con los pobres, así como con las viudas y los huérfanos de los mártires. Subió a la colina cantando el «Laudate Dominum». Le pusieron en la espalda una banderola con el motivo de la condena: por ser cristiano y haber prestado ayuda a los cristianos. Murió quemado vivo el 28 de julio de 1633. Son muchos los testigos que dejaron escritos los detalles del martirio.
Nicolás Nagawara Keyan Fukunaga, de familia de samurais, hermano jesuita, se dedicaba a la predicación y catequesis. Son numerosos los detalles de su vida que se encuentran en los documentos de la época. Es el primer misionero que murió en el tormento llamado de la fosa: colgado, con la cabeza metida en un hoyo, durante varios días. Murió durante el tormento (28-31 de julio de 1633) predicando e invocando a la Virgen; tal vez, según testigos, experimentando una aparición o locución de María.
Julián Nakaura Jingoró, sacerdote jesuita, había sido uno de los niños enviados a Roma en 1582, de parte de los «daimyós» cristianos. Es una figura japonesa, símbolo del intercambio cultural entre Oriente y Occidente. Se dedicó a la evangelización en medio de grandes peligros, como misionero oculto, durante muchos años. Le llevaron a la colina Nishizaka, con las manos atadas a la espalda y en compañía de un grupo de misioneros jesuitas y dominicos. Murió en el tormento de la fosa (18-21 de octubre de 1633), confesando su fe, diciendo: «Este gran dolor, por amor de Dios». Son muchos los testigos de su martirio en todos sus detalles.
Las autoridades civiles quisieron dar publicidad a los martirios, para atemorizar y conseguir apóstatas entre los cristianos. Por esto, fueron muchos los testigos de los hechos, especialmente portugueses comerciantes (algunos jóvenes nacidos en Nagasaki, que conocían bien el japonés).
14) Diego Yuki Ruosetsu, s.j., martirizado en Osaka, 1636
El padre Diego Yuki, sacerdote japonés, era en 1621 el único misionero estable en Japón central (cerca de Kyoto, Osaka). Había pronunciado sus primeros votos en la Compañía de Jesús cuando fueron crucificados en Nagasaki san Pablo Miki y compañeros (año 1597). Diego Yuki se formó en Macao junto con futuros mártires, como el beato Antonio Ishida. Antes de adentrarse como sacerdote en Japón, escribió una carta al padre general, donde aflora su actitud martirial.
Ordenado sacerdote en 1615, fue misionero oculto en Japón desde 1616 hasta su martirio en 1636, animando y confortando con los sacramentos a los cristianos perseguidos. Una carta del padre Yuki, del 18 de diciembre de 1625, describe con detalle la situación de la comunidad eclesial en aquel ambiente persecutorio.
El padre Diego Yuki, apresado en Osaka, lugar de su apostolado, fue condenado a morir en la fosa (Osaka, febrero de 1636); afirmó siempre su fe, sin delatar a sus colaboradores ni a los cristianos que le habían albergado; de haberlos delatado, hubiera sido señal de apostasía y le hubieran liberado. Los testigos ofrecen testimonio fehaciente de su actitud martirial, sin callar la defección de otros. Con él murió su catequista Miguel Soan.
15) Tomás de San Agustín, o.s.a., Kintsuba Jihyoe, 1637, diócesis de Nagasaki
El padre Tomás de San Agustín pertenecía a familia de mártires; así se afirma de sus padres, León y Clara. Fue ordenado sacerdote en 1626 ó 1627 en Manila, en la Orden de San Agustín. Logró introducirse en Japón (Nagasaki), el año 1631, después de varios intentos y de un naufragio. Realizó su apostolado primero disfrazado de samurai, pudiendo así asistir a los cristianos detenidos en la cárcel, donde estaba preso también su superior, el mexicano Bartolomé Gutiérrez; muchos de ellos ya fueron beatificados por Pío IX. Luego, disfrazado de diversas maneras y escondido en lugares desconocidos y abruptos, lograba atender a los cristianos perseguidos. Las autoridades civiles organizaban verdaderas y costosas cacerías por los montes, pero le descubrieron cuando atendía a los cristianos en Nagasaki.
Fue apresado el 1 de noviembre de 1636, por ser cristiano y sacerdote. Por estos mismos motivos y por no querer delatar a sus protectores, sufrió martirio con refinados tormentos en la cárcel, intentando hacerle apostatar; pero el mártir proclamaba siempre su fe. Sufrió el martirio de la «horca y fosa» ya una primera vez los días 21-23 de agosto, llevándolo de nuevo a la cárcel para que apostatara. Nuevamente fue puesto en la «horca y fosa» el 6 de noviembre de 1637, cuando murió, junto con otros cristianos. Mostró gran fortaleza. Cuando lo llevaban al lugar del martirio, la colina de los mártires de Nagasaki, amordazado para que no predicara, no pudieron impedir que mostrara con gestos su adhesión a la fe.
Su nombre ha quedado ligado durante siglos a dos lugares ahora famosos (uno cerca de Nagasaki y otro en los montes), donde él atendía a los cristianos, desbaratando la búsqueda de los perseguidores. Su recuerdo y su martirio se conservaron durante siglos por parte de los cristianos ocultos.
16) Pedro Kibe Kasui, s.j., mártir en Edo (Tokio), 1639
Constan con precisión los datos más importantes de la vida de este mártir japonés, que encabeza la lista de los 188 mártires. De joven era catequista y, con un grupo de catequistas también japoneses, acompañó en el exilio a los jesuitas hacia Macao, cuando estos fueron desterrados (1614). Debido a las circunstancias del momento, y a la opinión de algunos misioneros, no se permitía ordenar sacerdotes a jóvenes japoneses. Los catequistas se fueron dispersando: algunos volvieron al Japón para continuar como catequistas; cinco de ellos ya han sido beatificados como mártires de Nagasaki; otros marcharon a Manila para ingresar en los dominicos o en los agustinos.
Pedro, que en 1606 había hecho el voto privado de ingresar en la Compañía, por amor a su vocación y junto con otros compañeros, todos aconsejados por algunos superiores, emprendió el viaje a Roma, en medio de grandes dificultades, siguiendo la ruta de la seda, por Persia, Goa, Jerusalén. En Roma estudió teología, se ordenó sacerdote y entró en la Compañía como novicio. Continuó el noviciado en Portugal, donde hizo la profesión religiosa. Reemprendió el viaje, con otros veintitrés misioneros, hacia el Japón, viaje que duró seis años, en medio de dificultades, enfermedades, naufragios, para entrar en su patria el año 1630. Misionó en la clandestinidad primero en Nagasaki, hasta 1633, y luego pasó a las regiones del norte, Oshu y Dewa.
En 1638 fue apresado, con algunos de sus catequistas, en el reino de Sendai y luego llevado a Edo (Tokio) donde fue interrogado por el gran perseguidor, el shôgun Tokugawa Yemitsu, quien cerraría las puertas del Japón al resto del mundo. Un apóstata, padre Ferreira, intentó hacerles apostatar, pero Pedro animó a todos a la perseverancia en la fe. Después de diversos tormentos, fue martirizado en la «horca y fosa» y quemado a fuego lento, en Edo, en julio de 1639, juntamente con dos de sus catequistas, a quienes el padre Pedro exhortó a perseverar en la fe, hasta que a él, para reducirlo al silencio, le acabaron de matar; tenía cincuenta y dos años.
La clave de la perseverancia y su significado actual
La aprobación del martirio de estos 188 mártires es una óptima oportunidad de renovación eclesial y de evangelización, después de haber celebrado el V centenario del nacimiento de san Francisco Javier (1506-2006), que dio inicio a la evangelización del Japón, al llegar a esas tierras tan martiriales y tan marianas, el día 15 de agosto de 1546, Asunción de María.
Este evento es de suma actualidad eclesial, no sólo para Japón. Al mismo tiempo, suscita un cuestionamiento y presenta un reto a todas nuestras comunidades actuales y a cada creyente en particular: ¿Estamos preparados como estos mártires para afrontar las situaciones actuales de cierto rechazo a los valores de la fe cristiana?
San Cipriano, en los tiempos martiriales del siglo III y en un ambiente de persecución y de molestias de todo tipo, instaba a adoptar una actitud de «no anteponer nada al amor de Cristo». La instancia de aquel mártir y santo obispo de Cartago sigue siendo apremiante e insoslayable.
El ejemplo de los mártires japoneses es un testimonio imborrable de «fidelidad a Cristo y a la Iglesia de Roma». Es la afirmación que algunos de ellos, cristianos de la península de Shimabara, dejaron escrita en la carta enviada a Pablo V el 18 de octubre de 1620. De los doce firmantes de la carta, cinco serían mártires en las aguas sulfurosas del monte Unzen (Nagasaki).
Muchos de estos mártires se habían alimentado con la relativamente abundante lectura espiritual, impresa en japonés («Imitación de Cristo», meditaciones de los Ejercicios, «Historia de la pasión»), y todos vivían una intensa vida sacramental (confesión y Eucaristía, gracias a los misioneros ocultos) y mariana (rosario, imágenes, medallas), como vivencia del Bautismo. La imprenta se había introducido en Japón el año 1590, para editar libros religiosos, además de estudios sobre idiomas. El libro de la «Imitación de Cristo» tenía edición japonesa en Amakusa y Nagasaki.
Algunas cartas, escritas por los mártires desde la cárcel, fueron una gran ayuda para perseverar en la fe y afrontar el martirio. En esas cartas se refleja la situación dolorosa de las cárceles y el ambiente de oración y alegría que se mantenía en ellas. La «Hermandad de la Misericordia», radicada en Nagasaki, se dedicaba a la acción caritativa.
La comunidad eclesial los arropaba, en todos los sentidos, desde el compartir familiarmente los bienes, hasta el acompañamiento hacia el lugar del suplicio, en medio de cantos y oraciones. Precedentemente al martirio, las comunidades se agrupaban por cofradías, de piedad, de catequesis o formación y de caridad. Una comunidad eclesial fruto de tantas «lágrimas» tenía asegurado un porvenir de fidelidad martirial. Se puede afirmar que las comunidades actuales del Japón son fruto de aquellas lágrimas del pasado y que, por tanto, tienen asegurada la fecundidad espiritual y apostólica si se abren a esta nueva gracia fruto de innumerables mártires, casi todos desconocidos.
Como caso concreto, cabe recordar que en Arima había la Congregación Mariana llamada de los mártires, que en el año 1612 afiliaba a más de tres mil cristianos. En sus reglas se comprometían a aceptar el martirio. En la Congregación se habían integrado algunos arrepentidos de sus fallos anteriores, es decir, que habían simulado una especie de apostasía. La Congregación Mariana estaba fundada en varias localidades.
Las familias cristianas se animaban mutuamente a perseverar en la fe. El martirio sería la prueba de amor a Cristo crucificado. «Las madres enseñaban a los hijos pequeños cómo tenían que descubrirse el cuello de la yukata o del kimono, cómo poner las manos y mirar al cielo, qué oraciones jaculatorias debían decir cuando llegase el momento supremo» (El Martirologio del Japón, p. 838).
Los niños eran adoctrinados para anunciar el Evangelio por las calles. Esta acción catequética y misionera llegaba a donde no podían llegar los misioneros. Esta misión infantil estimuló a los adultos a profundizar la fe. A su vez, los recién convertidos eran fervientes anunciadores. A veces hubo conversiones masivas espontáneas.
En 1615 circulaba el libro «Exhortaciones para el martirio», compuesto por los misioneros para alentar a los cristianos. Para superar el fervor imprudente de algunos, se llegó a la conclusión de no provocar positivamente a los perseguidores. Las cartas escritas desde la cárcel servían de estímulo. Los testimonios de mártires y sus reliquias, cuando podían conseguirse, eran una preparación para el martirio.
Los cristianos eran asiduos a la catequesis postbautismal, que les llevaba siempre a la celebración sacramental y a la caridad. Había algunos catequistas, como el ciego Damián, mártir, que exponían los temas con su arte musical y narrativa. Practicaban la devoción a las imágenes de la pasión, especialmente la cruz, y de María, como puede verse en pinturas de la época, ahora en los museos del Japón. En el museo de la universidad estatal de Kyoto se puede ver uno de estos cuadros, del año 1611, anónimo, de la cofradía del Santísimo Sacramento de Nagasaki, encontrado en 1930. En torno a la Eucaristía están dibujados los misterios del rosario.
La pasión del Señor, meditada con el rezo del Rosario, y especialmente celebrada en el sacrificio eucarístico, era fuente de audacia. La referencia a la cruz o a sus signos es frecuente durante la cárcel o el martirio cruento.
No era raro que la comunidad cristiana, y las masas del pueblo, acompañasen a los mártires, puesto que los perseguidores querían dar publicidad al caso con el objetivo de suscitar escarmiento. Así se explica que frecuentemente los mártires eran acompañados con cantos y velas encendidas. Por esta misma razón, fueron numerosos los testigos que dejaron por escrito su testimonio.
A veces los cristianos podían recoger algunas reliquias, que los perseguidores intentaban hacer desaparecer. Pero, en su mentalidad japonesa, el lugar donde habían dado la vida era más importante que las reliquias.
Como caso concreto, que refleja este ambiente de una comunidad cristiana martirial, podemos recordar a Francisco Tóyama (Hiroshima, 1624), que era noble samurai, cristiano de vida muy ejemplar, y que «tenía ofrecida su vida a Dios». Había sido uno de los cinco firmantes de la carta a Pablo V, en la que prometían fidelidad a Dios y a la Iglesia. Su ejemplo cristiano influyó en la conversión de muchos. Por no querer apostatar, murió decapitado en su casa el 16 de febrero de 1624, después de recibir los sacramentos, teniendo en sus manos un crucifijo, mientras oraba ante un cuadro de la Virgen atribuida a san Lucas, copia de la de Santa María la Mayor.
La perseverancia de tantos mártires es una gracia y un misterio. Pero hay que recordar que la comunidad cristiana se había preparado por medio de una catequesis organizada y permanente, la frecuencia de los sacramentos, y la dedicación a la caridad. Hay que notar que eran frecuentes las visitas de catequistas y misioneros escondidos e itinerantes. La costumbre de pasar la noche orando en la cárcel, antes de la muerte, era una continuación de una vida cristiana ejemplar. La vida familiar e intercomunitaria que se había llevado anteriormente, se continuaba con alegría y piedad durante el encarcelamiento antes del martirio.
Juan Esquerda Bifet