«Mientras contamos con nosotros mismos y con nuestras propias fuerzas, mientras no somos radicalmente pobres, no podemos ejercitar la virtud de la esperanza. Porque esta virtud es la que practica quien se sabe infinitamente débil y frágil; quien no se apoya solamente en sí mismo, sino que cuenta confiadamente con Dios; quien lo espera todo de Él, y únicamente de Él, con inmensa confianza. Al encontrarse con la mirada de Jesús, conmovido hasta las lágrimas, Pedro ha hecho el primer auténtico acto de esperanza de su existencia: lo que yo no soy capaz de hacer por mis propias fuerzas, lo espero de Ti, Dios mío, y no en virtud de mis méritos, ya que no poseo ninguno, sino en virtud de Tu sola misericordia.
La verdadera esperanza, la teologal (que nos une a Dios), sólo puede proceder de una experiencia de profunda pobreza. Mientras somos ricos, contamos con nuestras riquezas; no podemos hacer otra cosa, pues es algo «grabado» en nosotros. Para aprender a esperar, que consiste en contar solamente con Dios, es preciso pasar por algunos empobrecimientos radicales, que son la fuente de la felicidad por constituir la etapa previa a una extraordinaria experiencia de la bondad, la fidelidad y el poder de Dios. Bienaventurados los pobres en el espíritu -que podríamos traducir como los expoliados por el Espíritu- porque de ellos es el reino de los cielos».