Virgen Inmaculada, ¡Madre!, no me abandones: mira cómo se llena de lágrimas mi pobre corazón. -¡No quiero ofender a mi Dios! -Ya sé, y pienso que no lo olvidaré nunca, que no valgo nada: ¡cuánto me pesa mi poquedad, mi soledad! Pero… no estoy solo: tú, Dulce Señora, y mi Padre Dios no me dejáis. Ante la rebelión de mi carne y ante las razones diabólicas contra mi Fe, amo a Jesús y creo: Amo y Creo.