El franciscano Gil María de San José, a quien eleva hoy el Papa al supremo honor de los altares, fue un fiel seguidor del Poverello de Asís. Como Francisco, vivió en plena adhesión al Evangelio, anhelando, no lo que produce honor y prestigio, sino lo humilde y escondido, y procurando, por encima de todo, tener el Espíritu del Señor y cumplir su voluntad.
Origen humilde
Gil María de San José, nacido en Taranto el 16 de noviembre de 1729 y bautizado con el nombre de Francisco Antonio Pontillo, experimentó desde su infancia la pobreza. Aprendió muy joven el
duro oficio de sus padres, convirtiéndose en un hábil «soguero» y en un experto «esterero». A los dieciocho años recayó sobre sus espaldas, a consecuencia de la muerte del padre, la responsabilidad de mantener económicamente a la familia. La genuina fe cristiana que sus progenitores le habían transmitido le ayudó a superar las dificultades y a confiar siempre en la Providencia del Padre celestial.
Anhelando «pensar y trabajar sólo para el Señor», en febrero de 1754, tras proveer adecuadamente a las necesidades de su familia, fue admitido a la vida religiosa por los Frailes Menores «Alcantarinos » de la Provincia franciscana de Lecce.
Iniciado en la vida franciscana en el convento de Galatone (Lecce), el día 28 de febrero de 1755 emitió la profesión religiosa en manos del Ministro provincial, Fr. Damián de Jesús y María. Aquel mismo día fue destinado como cocinero al convento de Squinzano (Lecce), donde permaneció hasta mayo de 1759.
Testigo de la caridad
Tras residir unos días en el convento de Capurso (Bari), fue destinado a Nápoles, al hospicio de San Pascual en Chiaia, atendido por los Frailes Menores Alcantarinos de Lecce y declarado «guardián» aquel mismo año.
En Nápoles permaneció nuestro Beato casi 53 años completos, ejerciendo, alternativamente, los oficios de cocinero, portero y limosnero, con edificación de todos, especialmente de los numerosos pobres que acudían al convento de Chiaia para recibir de Fr. Gil María una ayuda o una palabra de conforto.
Con solicitud franciscana y caridad activa el Beato Gil María consagró todas sus energías al servicio de los pobres y afligidos de toda suerte, injertándose profundamente en el tejido de la ciudad partenopea, que experimentaba en aquellos difíciles años fuertes tensiones sociales y escandalosas formas de pobreza, debido a las vicisitudes políticas que entonces afectaban al conjunto del Reino de Nápoles, Iglesia inclusive.
Innumerables fueron los prodigios que acompañaron la misión de bien y de paz de Fr. Gil María, hasta el punto de merecerle, en vida, el apelativo popular de «Consolador de Nápoles».
«¡Amad a Dios! ¡Amad a Dios!», solía repetir a cuantos encontraba en su cotidiano y fatigoso peregrinar por los calles de Nápoles. Los nobles y los doctos gustaban conversar con este franciscano de palabra sencilla e impregnada de fe. Los enfermos encontraban en él consuelo y fuerza para sobrellevar sus sufrimientos. Los pobres, los marginados y los explotados descubrían en el humilde limosnero el rostro misericordioso del amor de Dios.
La vida de nuestro Beato fue, con todo, esencialmente contemplativa. ¿Cómo no recordar su asidua oración nocturna ante el santísimo Sacramento de la Eucaristía, su tierna devoción a la Virgen María, Madre de Dios, su amor a la Natividad del Redentor, su devoción a los Santos? Su «contemplación en la acción» fue justamente lo que le hizo ver el sufrimiento y la miseria de los hermanos y lo que le convirtió en llama de ternura y caridad.
Envuelto en una amplia fama de santidad, Fr. Gil María acogió alegre al Rey de la gloria a las doce horas del día 7 de febrero de 1812, primer viernes del mes, en el momento mismo en que sonaban las campanas de la iglesita franciscana invitando a venerar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María.
Pío IX declaró la heroicidad de sus virtudes el día 24 de febrero de 1868, León XIII lo beatificó el día 5 de febrero de 1888 y, el día 15 de diciembre de 1994, Juan Pablo II reconoció como milagro la curación, en 1937, de la señora Angela Mignogna, quien vive todavía, de un «coriocarcinoma uterino «, por intercesión de nuestro Beato, y lo declaró válido con vistas a la canonización.
Un mensaje de amor para nuestro tiempo
Anunciar el amor de Dios al hombre. He aquí la misión que la Providencia asignó a este humilde franciscano en un contexto social lacerado por luchas y discordias. En el nuevo Santo manifestó el Padre su amor a los marginados y olvidados. Fr. Gil María fue testigo del amor con su palabra sencilla y popular y, sobre todo, con su vida pobre y alegre, que confirmaba a los hermanos en la certeza de que Dios vive y actúa en medio de su pueblo.
El «mensaje» del nuevo Santo mantiene plena validez para la comunidad eclesial de nuestro tiempo. Llamada, ante la cercanía del Tercer Milenio, a asumir una nueva evangelización del mundo, la Iglesia actual encuentra en Fr. Gil María un modelo concreto de auténtico evangelizador.
Fr. Gil María interpela a los jóvenes, llamados a tomar decisiones generosas y decisivas para la vida del mundo. Interpela a las familias, a fin de que sean escuelas de vida para el futuro de la humanidad. Compromete a los consagrados a vivir su donación con fidelidad y coherencia.
El nuevo Santo es, para todos, «palabra de esperanza», testigo de la misericordia del Padre, invitación a la solidaridad y al compartir, un hermano que alienta a vivir fielmente el Evangelio de la caridad.