Juan Cruz Cruz / Santiago Mata
Legalizar no es aprobar
La ley civil no coincide con la ley moral. Según este tópico, una ley del aborto no intenta promover abortos, sino regular su práctica sanitaria fiable. La ley ha de procurar el remedio para una situación, sin entrar en indicaciones éticas.
Los abortistas confunden realidad con situación de hecho. Esta última es la opresión de un hombre en un campo de concentración, en una explotación minera antihumana, en un aborto provocado. Realidad, en cambio, es el ser del hombre, cuyo desarrollo hay que favorecer. Y la ley no está para mantener situaciones de hecho, sino para lograr que el hombre alcance lo que potencialmente es, protegiéndolo y estimulándolo.
Si la función de la ley fuese consagrar las situaciones de hecho, tendría que ser así en todos los casos, y no sólo en el del aborto. Es cierto que la despenalización (y legalización) no convierte la acción criminal en buena. Pero las estadísticas muestran que, en la práctica, la despenalización del aborto ha implicado su aumento.
Este tópico se mezcla en los siguientes argumentos:
Bien está que la criatura nazca cuando es querida previamente por sus progenitores, pero si no la desean o no la han planificado, es una amenaza al equilibrio amoroso de la pareja. Este argumento responde a un enfoque individualista, propio de capitalistas y liberales. El mayor número de abortos se produce motivado por la afirmación de la libertad sin responsabilidades, o sea, por razones de conveniencia y bienestar.
Hay dos tesis capitales del invidualismo. Primera: que todos los hombres son buenos, libres e iguales por naturaleza, con derecho a esa forma de felicidad que se llama amor, buscado libremente. Segunda: que, por la bondad natural del hombre, las tendencias amorosas están en nosotros para que las sigamos, sin considerar sus consecuencias.
El individualismo ignora que el verdadero ámbito interpersonal es la unión moral de sujetos que realizan un fin conocido y querido por ellos: su bien común. En un ámbito interpersonal con unidad de fin y unidad de voluntades, las relaciones entre personas no están determinadas puramente por los individuos sino por el bien común. Aquí se cumple el adagio: el todo es más que la suma de sus partes. Y es así porque nosotros no nos hemos hecho sexualmente complementarios; ni físicamente aptos para procrear. Asumimos el proyecto de fecundidad en el hijo. Los esposos no son rivales, ni hace cada uno su negocio. Hay un consorcio de vida, una comunidad donde lo primario no es el acuerdo de voluntades, sino el fin por el que se unen libremente.
Una señal de la especificidad racional del hombre es que puede prever las consecuencias de sus actos y responder de ellos. Su conducta sexual no es una excepción. Traer una nueva vida es justamente uno de los fines del amor conyugal.
¿Lo engendrado es humano sólo si los padres lo aceptan?
Este argumento supone que la vida humana carece de valor intrínseco, independiente de lo que hacen los otros para hacerla verdaderamente humana. Responde al enfoque colectivista, propio del socialismo marxista y del fascismo nazi.
El colectivismo subraya algo cierto: que el hombre vive en sociedad. Su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos no podrían desplegarse adecuadamente sin la presencia de los demás. La sociedad no es una simple suma de individuos, sino la suma de esos individuos, más unas relaciones originales que tienen leyes propias. Pero esas relaciones no son el hombre, sino que son del hombre, cuyo ser es más original y profundo que las relaciones que lo ligan a los demás.
La persona posee anterioridad natural respecto de la sociedad, de tal manera que sus derechos no le vienen del medio social en que vive, sino de su condición sustantiva de ser persona.