Soy capellán de un hospital. Cuando ya estaba terminando mi jornada de trabajo, antes de ir a comer, me llaman para que me presentada a la sección de neonatos. Me temí lo peor. Así fue. Había fallecido un
recién nacido de tan solo 26 días.
Para un recién ordenado, como es mi caso, lo abandoné todo en las manos de Nuestro Señor, ya que no sabía que debía hacer. Cuando entré en la UCI, una A.T.S., me puso al corriente del caso, había fallecido a causa de un extraño virus. Me acerqué a la madre, una mujer joven, abrazada a su hijo, muy desconsolada; ni que decir del padre, también joven. Los dos me dijeron que el día anterior habían bautizado a su hijo, lo cual me alegró.
Les comenté que ya tenían en el cielo un ángel que intercedería por ellos ante Dios. Me contestaron que eran conscientes de ello, y que pedirian a Dios luces para poder entender. Desde que estoy de capellán en el hospital, jamás he confesado a tanta gente. El hecho de que me vean vestido de sacerdote les impulsa a ello.
Hay un médico que no es que vaya mucho a misa, es decir, nada; pero me ayuda mucho en mi trabajo pastoral. Cuando tiene un enfermo grave que tiene que pasar por quirófano (el médico es cardiólogo), me llama para que le administre la unción de enfermos (esperemos que no sea porque piensa que la puede piciar).