Estuve ciego cuando tenía la diabetes. No lo sabía nadie: sólo don Alvaro. Se me había puesto el cuerpo lleno de llagas, y a veces no tenía más remedio que tomar un poco de azúcar, porque sentía una necesidad impelente….
Más, aunque a la vista de los ajenos parezca sano y fuerte, Escrivá de Balaguer está enfermo:
-Estuve ciego cuando tenía la diabetes. No lo sabía nadie: sólo don Alvaro. Se me había puesto el cuerpo lleno de llagas, y a veces no tenía más remedio que tomar un poco de azúcar, porque sentía una necesidad impelente.
De modo habitual está cansado, sediento, con la lengua cuarteada como un cuero seco, y sometido a un estallante dolor de cabeza. Pero, salvo Alvaro y otros dos hijos suyos médicos, que se turnan en su atención -José Luis Pastor y Miguel Angel Madurga-, nadie se da cuenta de ello. Jamás se le oye una queja. Cuando se cure de esa diabetes, dirá con extrañeza, ante un bienestar casi desconocido:
-Ya me había acostumbrado… ¡y ahora me parece que he salido de la cárcel!
Más… a los dolores físicos y a las contradicciones morales, él agrega una generosa batida de mortificaciones voluntarias: desde las muy pequeñas, como no arrellanarse en un sillón, no cruzar las piernas, no mirar hacia donde le apetece, no beber agua cuando tiene sed, privarse de sal, de azúcar, de vinos, de dulces… hasta las más fuertes de usar cilicios, dormir en el suelo, flagelarse con disciplinas o con una fusta de cuero, para «domar al potro», como suele decir. Es un asceta, siempre con la guardia alta. Y, por eso, al atardecer del día… giboso, giboso.
-Estuve ciego cuando tenía la diabetes. No lo sabía nadie: sólo don Alvaro. Se me había puesto el cuerpo lleno de llagas, y a veces no tenía más remedio que tomar un poco de azúcar, porque sentía una necesidad impelente.
De modo habitual está cansado, sediento, con la lengua cuarteada como un cuero seco, y sometido a un estallante dolor de cabeza. Pero, salvo Alvaro y otros dos hijos suyos médicos, que se turnan en su atención -José Luis Pastor y Miguel Angel Madurga-, nadie se da cuenta de ello. Jamás se le oye una queja. Cuando se cure de esa diabetes, dirá con extrañeza, ante un bienestar casi desconocido:
-Ya me había acostumbrado… ¡y ahora me parece que he salido de la cárcel!
Más… a los dolores físicos y a las contradicciones morales, él agrega una generosa batida de mortificaciones voluntarias: desde las muy pequeñas, como no arrellanarse en un sillón, no cruzar las piernas, no mirar hacia donde le apetece, no beber agua cuando tiene sed, privarse de sal, de azúcar, de vinos, de dulces… hasta las más fuertes de usar cilicios, dormir en el suelo, flagelarse con disciplinas o con una fusta de cuero, para «domar al potro», como suele decir. Es un asceta, siempre con la guardia alta. Y, por eso, al atardecer del día… giboso, giboso.
Pilar Urbano.
El hombre de Villa Tevere, 102-103.