Era una persona tan tan orgullosa que escribía su diario con diez días de antelación.
Con personas así es muy difícil convivir, trabajar, divertirse, comer, hablar.
Hablar: no te escuchan. Y si hablan, no dialogan. Arte difícil ese de dialogar. Es divertido ver cómo dos hombres de cierta edad, unos treinta años, comienzan a entablar un diálogo amistoso en el transporte público:
– Pues yo a las seis, corriendo pa mi casita, pa ver la tele, que me encanta: que no me pierdo nuuuunca las series. Vamos, que solo me he perdido una vez un capítulo. Y ehgque estaba de viaje.
– Pues yo -replicaba el otro individuo, con algo más de experiencia, también trabajador manual, barba cerrada y gafas de sol- tengo la PLEITRÉS y me hincho a jugar, con los juegos que me ha prestao mi sobrino, que son la caña.
Dan patadas y se mueven que parece que son reales… Se me pasan las horas volando…
No era una conversación de señores de 30 tacos, pero era el ejemplo de conversación. Continúa de seguido una contribución titulada aprender de conversar…
Aprender a conversar
Conversar es un arte.
Voy a parafrasear a san Alberto Hurtado que decía: lo más difícil está, no en hablar, sino en callar.
El que se interesa en sí, quiere oír su voz.
En la conversación, se busca frecuentemente un desahogo, aun bajo el pretexto de una consulta. Un político, en un momento dificilísimo de su gobierno, rogó a un amigo se tomara la molestia de hacer un viaje, pues deseaba consultarlo.
En la entrevista sólo habló el político durante varias horas: le expuso su problema, los pros y contras de su actitud, las resistencias que encontraba. El amigo escuchaba y al fin, el político sin haberle pedido su opinión ni una sola vez, le agradece su visita que le ha sido tan inmensamente provechosa. ¿Lo consultó? No.
Más que consejos lo que necesitaba era un desahogo.
Una señora va a ver al médico, le expone su enfermedad, le dice lo que necesita, el remedio que va a tomar. El médico escucha y por toda respuesta le dice:
«Muy bien, colega».
¿Para qué lo necesitaba a él? ¡Para que la oyera!
Cuántas veces vamos al director espiritual, o al consejero, no tanto para oír como para hablar. El que sabe escuchar tiene un gran camino asegurado y a la larga es el que domina.
A veces, uno se maravilla de encontrar amistades en las cuales la influencia real pertenece a aquel que aparentemente tiene menos brillo, pero sí más paciencia para escuchar.
Desde pequeños deben aprender los niños a no interrumpir, a escuchar con respeto no sólo exterior, sino interior, procurando comprender y asimilar. Interrumpir equivale a decir: su opinión no me interesa, ya ha hablado usted demasiado, escúcheme a mí que tengo algo más interesante que decir. Interrumpir denota una intoxicación por egoísmo. El que habla sólo de sí, piensa sólo en sí. Y el que piensa sólo en sí es horriblemente mal educado por más instruido que sea.
No se trata de convencer «al contrario», sino de intercambiar con modestia las opiniones.
Naturalmente, con tacto, con delicadeza se puede decir: «Quizás me equivoque, pero: ¿No piensas que podríamos enfocar este problema desde este punto de vista?»…
Lo ideal es decirlo de tal forma que le parezca a él que se le ha ocurrido aquello que le íbamos a sugerir, así lo hará mucho más propio que si lo intentamos inculcar desde fuera.
Ayudar a pensar (la mayéutica de Sócrates). A quien no lo pide no le gusta ser enseñado, y la amistad se resiente con la agresividad en discusiones.Pero es importante ser sinceros siempre; jamás aceptar lo que no puede ser aceptado: expresarlo con modestia, con respeto a otros puntos de vista; aun en las verdades de la fe cabe el ser respetuosos y humildes al exponerlas. ¡Cómo aleja a los que no creen, el ver tratado su pensamiento como algo horroroso, lleno de mentiras, de absurdos!
Porque la caridad y la humildad forman parte de la verdad, y sin aquellas ésta desaparece. El consejo de Evangelio es iluminador: «hacer la verdad en el amor».
Llucià Pou Sabaté