Yo Moisés, entré junto con Aarón en la presencia de Faraón, con el corazón lleno de temor y determinación. Sentía que llevaba el mandato de Jehová en mis hombros, y estaba decidido a cumplirlo, a pesar de las circunstancias difíciles. Le hablé a Faraón con las palabras que Dios me había dado, pidiéndole que dejara ir a mi pueblo para que pudieran celebrar una fiesta en el desierto en honor a nuestro Dios.
Pero Faraón respondió con desdén, rechazando mi petición y mostrando ignorancia hacia Jehová. Sus palabras me hirieron profundamente. ¿Cómo podía alguien no reconocer al Dios todopoderoso que me había llamado y enviado a liberar a su pueblo? Sentí frustración e impotencia al enfrentarme a la resistencia de Faraón.
Aún así, no me rendí. Junto con Aarón, continué hablando con Faraón, explicándole las consecuencias de su negativa y el peligro que representaba para su pueblo. Pero en lugar de escucharnos, Faraón aumentó la opresión sobre los israelitas, ordenando que se les quitara la paja para hacer ladrillos, pero que se les exigiera la misma cantidad de trabajo.
El pueblo de Israel estaba sufriendo más que nunca, y me sentí angustiado y abatido al ver su aflicción. Los capataces de los israelitas me culparon a mí y a Aarón por empeorar su situación, y sentí el peso de su descontento y frustración. Me dirigí a Jehová en busca de ayuda y justicia, sintiendo el peso de la responsabilidad que había asumido.
En ese momento, me sentí abrumado por la magnitud de la tarea que Dios me había encomendado. Aunque había obedecido su llamada, enfrentaba dificultades y rechazo en cada paso del camino. Sin embargo, también sentí una profunda convicción de que estaba en el camino correcto, siguiendo la voluntad de Dios para liberar a mi pueblo. Aunque enfrentaba desafíos y adversidades, mi determinación y fe en Jehová seguían siendo fuertes.