Paul Claudel, nacido en 1868, pertenecía a una familia católica pero la enseñanza laicista que recibió le hizo perder la fe, que redescubrió a los 18 años en la Navidad de 1886. Sus ideas están muy unidas a sus creencias, por eso creía en una poesía como lenguaje para explicar el mundo que le rodeaba, y ver una unidad entre ese mundo y el espíritu.
Para Claudel, no hay contradicción sino íntima relación de todo lo creado y de la fe que acabó reconquistando de una forma definitiva.
Su obra expresa su profunda fe: «Art poéthique», también, «Cinco grandes odas», 1905; el drama poético, «La ciudad», 1890; obras de teatro, como «La anunciación a María», 1909, y «El zapato de raso», 1929. También escribió un oratorio dramático, «El libro de Cristóbal Colón», en 1930, con música de Darius Milhaud. Es interesante su correspondencia de 1907 a 1914, y su obra, «Mi conversión».
Toda su obra refleja los conflictos espirituales y la salvación del alma, una constante en su propia vida. Fue un poeta y dramaturgo que pensaba que la formación del hombre se realizaba con experiencias contundentes. Su vida fue una búsqueda incesante desde sus estudios de Derecho, de Ciencias Políticas y desde la carrera diplomática.
Su vida marcará toda su trayectoria porque desde una infancia solitaria, se refugió en la poesía. La situación histórica de Francia le golpeó con fuerza, una Francia de fría ciencia y de marcado materialismo, unas lecturas nihilistas, la muerte de seres queridos, una visión desesperada y sin sentido, una visión pesimista e inconformista al mismo tiempo.
Para salir del pozo en el que estaba metido acudió a la música de Beethoven y de Wagner, a la poesía clásica y a la literatura. Allí encontró lo que buscaba, pero sólo era un primer paso, porque después de encontrarse a sí mismo, Dios le salió al encuentro en la Navidad de 1886. Esa es su experiencia: «Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad.
Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes». Esa era su predisposición, una cierta desgana, pero sigue: «Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las Vísperas.
Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magníficat» (ahí está la mediación mariana, imperceptible, silenciosa, pero eficaz).»Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía».
«Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda, que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla» (esa llamada arrebatadora, única, imposible de silenciar).»
De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como hecho muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante extraordinario…», vio como la Providencia se servía de todos los detalles para abrirle el corazón: «¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios existe, está ahí!
¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama!». Cayó en un mar de lágrimas acompañado por la ternura del canto del Adeste Fideles. No fue fácil porque Claudel seguía con los mismos prejuicios, pero alterado en su interior, en lucha permanente, durante cuatro años. Un combate espiritual brutal, durísimo, lleno de angustias y contradicciones.
El mismo día del «golpe» de conversión Claudel ojeó y leyó fragmentos de una Biblia que tenía en su casa. Y acabó con un fragmento estremecedor, maravilloso: «No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo católico.(…) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis estudios fue la Iglesia.
¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!».
(Las citas son de «Claudel visto por sí mismo», de Paul-André Lesort).