En su carta del 26 de Agosto de 1986, (Juan Pablo II, Lettera Apostolica Augustinum Hipponensem nel XVI centenario della conversione di S. Agostino), el Santo Padre recuerda la trayectoria de San Agustín, maestro de la Iglesia y de la cultura de Occidente, citado y estudiado en múltiples documentos eclesiales, punto de referencia doctrinal, síntesis del pensamiento de la antigüedad, de gran modernidad en sus estudios y pensamientos; éstas y otras alabanzas merece Agustín de Hipona en los documentos de la Iglesia.
Agustín vivió del 354 al 430, en la parte romana del norte de África. Su vida estuvo marcada por el deseo de los placeres mundanos y su deseo de encontrar una verdad que le marcara el camino a seguir. Después de haber leído y estudiado el pensamiento antiguo y de su época, con una lucha interior extraordinaria, a los 30 años, encontró a Dios.
Agustín fue un enamorado de Dios, fascinado por la figura de Cristo, tenía sed de Dios, una sed inalcanzable en esta vida mortal, fue un don de Dios a la Iglesia, un modelo de pastor de almas y defensor acérrimo de la fe que antes había atacado, un genial filósofo que buscaba la armonía con la fe, un promotor, propagandista de la perfección moral y religiosa (introducción «Lettera Apostolica») su proceso de la conversión está detallado en las «Confesiones». Allí, San Agustín describe su camino hacia Dios, narra las circunstancias cambiantes de su vida, y nos demuestra en esa «biografía», la filosofía, la teología, la mística y la poesía, por eso su lectura arrebata y conmueve, y ayuda a los creyentes y no creyentes en la búsqueda de la verdad. Agustín necesitaba encontrar la verdad, estaba ansioso, angustiado en esa búsqueda, intuyendo un encuentro definitivo que le diera la razón de ser y de esperar, con la certeza de que la esperanza es la promesa que Dios nos ha dado, de una vida plena y definitiva con Él. Supo luchar ante los problemas de la vida, contra las doctrinas que antes defendía erróneamente y contra sí mismo, contra su orgullo interior, el verdadero obstáculo para la conversión. Le faltaba la aceptación libre, la voluntad de querer y aceptar la verdad. Pero Agustín seguía buscando, y su madre, Mónica, paciente y confiada, oraba por él. El Santo Padre habla de una reconquista de la fe porque Agustín la había perdido y reencontrado. Se había apartado de la Iglesia, pero no de Cristo, a quien buscaba por el camino erróneo. Agustín habla de su conversión como algo esencial, con una fe medular profunda, esa fe que explica su personalidad y su doctrina.
Estudiaba a Cicerón a los 19 años, el «Hortensio», conocedor de los clásicos; en sus «Confesiones» llama a Dios su «Verdad». Agustín se apartó de la Verdad por tres razones: una, porque se equivocó en la relación entre la razón y la fe, cayendo en un racionalismo mal asimilado; otra, porque separó a Cristo y a la Iglesia pensando que apartándose de la Iglesia encontraría más plenamente a Cristo (una opción hoy considerada símbolo del progreso y libertad. ¡Qué gran modernidad! ¡Qué actualidad presentan la vida y la obra de San Agustín!); y una tercera razón, huir del pecado, liberarse de semejante responsabilidad, no por la gracia sino negando cualquier responsabilidad humana en el pecado, en el mal.
A través del platonismo eliminó su concepción materialista del ser, tomada del maniqueísmo y abrió los ojos de su alma. Intuyó que el mal no es una sustancia sino la privación del ser, por lo tanto, Dios sólo crea sustancia y el mal no lo es; por eso, cuando percibió el sentido del pecado, su vida cambió radicalmente.
Pensaba también, Agustín, que podía llegar con sus solas fuerzas al conocimiento de la verdad, pero sus experiencias humanas le demostraron lo contrario. Siguió buscando en San Pablo, y allí encontró «el poder y la sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24), encontró a Cristo redentor y se aferró a Él. Fue el triunfo del amor a la verdad con el apoyo de la gracia divina, fue la conversión.