Poco después de mi primera comunión entré de nuevo en ejercicios espirituales para la confirmación. Me preparé con gran esmero para recibir la visita del Espíritu Santo. No entendía cómo no se cuidaba mucho la recepción de este sacramento de amor. Normalmente, para la confirmación sólo se hacía un día de retiro. Pero como Monseñor no pudo venir para el día fijado, tuve el consuelo de pasar dos días de soledad. Para distraernos, la profesora nos llevó al Monte Casino, donde cogí a manos llenas margaritas gigantes para la fiesta del Corpus.
¡Qué gozo sentía en el alma! Al igual que los apóstoles, esperaba jubilosa la visita del Espíritu Santo… Me alegraba al pensar que pronto sería una cristiana perfecta, y, sobre todo, que iba a llevar eternamente marcada en la frente la cruz misteriosa que traza el obispo al administrar este sacramento…
Por fin, llego el momento feliz. No sentí ningún viento impetuoso al descender el Espíritu Santo, sino más bien aquella brisa tenue cuyo susurro escuchó Elías en el monte Horeb…
Aquel día recibí la fortaleza para sufrir, ya que pronto iba a comenzar el martirio de mi alma…