El Crucificado… yo temía sus exigencias. Pero ahora es siempre mi amigo fiel y confidente de todas mis horas, las alegres y las tristes. Y nuestra intimidad aumenta cada día, incluso cuando no nos decimos nada. Sí, el silencio es a veces más elocuente que la palabra.
Y cuando en la oración sobreviene la aridez o la sequedad, cuando el miedo de perderlo o abandonarlo nos oprime hasta la angustia, entonces, el único refugio es mirarlo, aferrarse a Él por una simple mirada, como un náufrago se aferra a un madero, e intentar poner en Él toda nuestra fe, nuestra confianza y nuestro amor.
¡Qué de veces no habré yo vuelta a encontrar así la salvación en el Crucifijo y, a la vez, la paz y la fuerza para volver a empezar!
(Testimonio carmelita francesa de 72 años, 43 de vida religiosa)