Yo tengo otro sistema…
(la virtud de la santa pureza)
Ya no recuerdo el nombre –han pasado más de quince años- y sería incapaz de identificar a la persona protagonista de esta anécdota. Por eso la cuento con libertad. En la conversación que mantuve con un muchacho de unos 15 años, tratamos acerca de muchos temas: estudios, amigos, ilusiones, la familia… Al hablar sobre la virtud de la pureza, el muchacho afirmó tajantemente:
-Yo no tengo problemas con ese asunto.
-(Quizá sea un caso de pubertad retrasada, o puede que no, sino que hasta ahora tampoco haya tenido especiales dificultades, pero por si acaso…). Mira, si surge algún problema o pasas por un mal momento: procura no estar ocioso nunca, sé sacrificado, evita ambientes en los que te resulte difícil vencer, frecuenta los sacramentos y acude a la Virgen en cuanto venga una tentación…
-Todo eso me parece bien, pero yo tengo otro sistema.
-¿Sí? Explícamelo.
-Hasta hace un año y pico, no vivía esta virtud… Pero me eché novia formal y, la quiero tanto… que cuando estoy con ella pienso: «tengo que respetarla»; y cuando no estoy con ella y me asalta una tentación, enseguida traigo a mi memoria el recuerdo de ella: «¡tengo que serle fiel!»
Continúa la anécdota con un razonamiento muy práctico…
Reconozco que no resulta frecuente encontrarse con un noviazgo formal a los quince años –“tonteos” hay muchos y muy peligrosos-, pero en aquel caso no parecía extraño porque se trataba de un muchacho muy maduro: hablando con él uno tenía sensación de conversar con alguien mayor de 18 años. El muchacho tenía claro el motivo para vivir la virtud de la pureza: estaba enamorado. Y es así: la razón de la pureza es el amor.
A San Josemaría le gustaba comparar esta virtud con las alas de las aves. Las rapaces que pueden remontarse por encima de las nubes poseen unas alas grandes, fuertes y pesadas. Pesadas, sí, pero sin las cuales no podrían elevarse tan alto. La proporción entre le peso de las alas y el del cuerpo en muy inferior en un gorrión, ¡y no digamos en una gallina!… pero también es muy inferior el vuelo de esas aves. Así, la pureza cuesta –“pesa”- pero nos permite volar alto en el amor: nos capacita para amar.
El razonamiento es sencillo: amar es entregarse –pues el deseo también son capaces de tenerlo los irracionales-, el amor humano es una entrega personal; pero sólo se entrega lo que se posee (aunque mucha gente “generosa” se encuentra dispuesta habitualmente a repartir las riquezas… que no son suyas); y una persona esclava de sus pasiones, sin dominio de sí, no se posee (por lo tanto no puede entregarse ni amar sino tan sólo desear). Hay que luchar para vencer… y recomenzar de nuevo enseguida cuando se ha caído: pero para amar es preciso tener el corazón limpio. Y ese amor será además el revulsivo –como le sucedía al muchacho de la anécdota- para mantener siempre limpio el corazón.