Simeón

En mayo de 1994 conté este cuento a mis alumnas de Aldeafuente durante la Misa de su Primera Comunión. Ahora se lo dedico, con el mismo cariño de entonces, a todas y a cada una. Estas son: Sofía Albízuri, Ana Amorós, Susana Baquien, Cristina Bofarull, Cristina Díaz-Guerra, Marta Candela, Mó­nica Clavería, María Fernández, Rocío Fernández-Durán, Paloma Gándara, M. Victoria Gómez-Horti­güela, Susana González, Patricia Iglesias, Belén Lázaro, María López-Tello, Leticia de Luján, María Luisa Reventós, María Cristina Sáenz, Ana María Sánchez-Jáuregui, Marta Sánchez, Cristina Santo Tomás, Cristina Sevilla, Teresa Trelles, María Trillo, Eloísa Trillo-Figueroa y Laura Varela.

Simeón tiene el pelo cárdeno y alborotado, la risa blanca y la mirada entre risueña y ausente. Simeón, cuando cumplió diez años, se tumbó debajo de un si­comoro una noche sin luna y, según su hermana, se le metió una estrella en el ojo.

—¡Qué tonterías tienes, Raquel! ¿Cómo se le va a meter una estrella al niño? No sé de dónde sacas esas cosas.

—¡Que sí, que lo he visto yo!: es una estrella como de plata y con una cola larga y brillante…

—Ya. Y, según tú, la tiene dentro del ojo…

—Bueno, sí…, dentro de los dos. ¡Es preciosa! ¿Por qué no lo ves tú misma? 

Cuando la madre de Simeón lo comprobó, tuvo que rendirse a la evidencia:

—Hijo mío, algo grande te tiene reservado Yavé, porque ya me dirás cuántos chicos conoces tú que les haya pasado lo mismo.

—Simeón, ¿me dejas ver la estrella?

A su prima Salomé le encanta asomarse a los ojos de Simeón, aunque no sea sólo para ver la estrella.

—Oye, ¿y tú la ves siempre?

—Claro…

—¿También cuando duermes?

A Simeón no le gusta hablar de estas cosas. Por eso cambia de conversación y ríe como si no tuviese de­masiada importancia. Pero lo cierto es que, desde aque­lla noche del sicomoro, anda pensativo, corno quien guarda un secreto que ni él mismo entiende muy bien.

Sentados en el atrio del templo de Jerusalén, un grupo de niños escucha las explicaciones del anciano doctor de la ley. 

De vez en cuando, uno levanta la mano para preguntar algo que casi nunca tiene rela­ción con lo que el maestro dice, pero éste, con pacien­cia infinita, retorna el hilo de la lección y lo enhebra con historias nuevas, sacadas Dios sabe de dónde. 

Y si los alumnos se distraen, cambia de argu­mento:

—A ver, Juan, ¿tú qué vas a ser de mayor?

—Yo, pastor, como mi padre.

—¿Y tú, Samuel?

—Herrero…

—¿También como tu padre?

—Claro. ¿Qué voy a hacer si no…? 

Y es que, en los años en que Dios puso su belén, los niños jamás hacían planes para el futuro. Aquella tierra era tan pobre que hasta los sueños estaban prohibidos. Nadie quería ser pirata, ni general, ni ar­tista, ni ninguna otra cosa que valiera la pena. Incluso alguno sospechaba que semejantes ambiciones no complacerían a Yavé; que lo más justo era aceptar el propio destino, sin intentar modificarlo.

—¿Y tú, Simeón?

—Yo, de mayor, quiero ver al Mesías. 

Se hace silencio. Uno de los niños empieza a reírse muy bajito. Luego, poco a poco, todos se van uniendo al coro de carcajadas:

—Sí, claro… ¡Por tu cara bonita!

Pero el muchacho habla muy en serio, y el viejo maestro le mira a los ojos con respeto:

—¿Por qué has dicho eso, Simeón? Nuestro pue­blo lleva miles de años esperando al Mesías. ¿Qué te hace suponer que va a llegar precisamente ahora?

—No lo sé, Rabbí. Debe ser cosa de la estrella…

Han pasado los años; tal vez sesenta o setenta. Simeón es un anciano mercader, que conoce los cami­nos de Palestina mejor que su propia casa. Ha visita­do el Oriente y ha cruzado cien veces el desierto de Arabia cargado de perfumes. Ha navegado todos los mares del Imperio desde Alejandría hasta Gadir, y tiene ya riquezas suficientes para retirarse a descan­sar.

Pero aún conserva en la mirada aquel brillo de plata que le impide envejecer, y a pesar de su figura encorvada, de su barba cana y sus manos tembloro­sas, sigue sin tener más hogar que las caravanas de los comerciantes y los mesones de los caminos.

—Deberías retirarte, Simeón. ¿Qué más nece­sitas?

—Aún soy joven, Mateo. Todavía no ha llegado mi hora. 

Al pasar por Nazaret, se ha unido a la caravana una adolescente montada en su borrico pardo.

—¿No te acompaña nadie? 

La niña levanta la vista y se encuentra con la mi­rada acogedora de Simeón. 

Unos minutos después ya le ha contado que se llama María, que tiene quince años y que va a visitar a su prima Isabel, que vive en una aldea de Judá, al sur de Jerusalén, porque ha sa­bido que está esperando un niño. 

Simeón la escucha sin poder apartar la mirada de aquellos ojos: los más hermosos, los más inocentes, los más hondos, atractivos y luminosos que ha visto jamás.

La voz de María suena en sus oídos como una melodía. 

Intenta responderle, pero no le salen las pa­labras. 

Por primera vez, después de tantos años, se en­cuentra aturdido delante de una niña.

—Si no te importa —le dice al fin— te haré com­pañía durante el viaje. No debes ir sola.

María sonríe agradecida y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Me llaman Simeón, pero llevo muchos años esperando que Yavé me diga cuál es mi verdadero nombre… ¿Te extraña que te diga esto?

—No. Te comprendo. Es cierto que cada uno de nosotros tiene otro nombre: el que Dios le puso antes de crear el mundo. Ojalá todos tratasen de encontrar­lo con la misma fe que tú.

—Y tú, María, ¿cómo te llamas?

—Yo soy la esclava del Señor.

Se han quedado los dos en silencio. Al cabo, Simeón, sin saber por qué, y como avergonzado, dice:

—¿Puedo pedirte una cosa?

—No puedo negarte nada. Estás siendo tan ama­ble conmigo…

—Ya que eres la esclava, di a tu Señor que Simeón no quiere morirse sin ver al Mesías. 

Algunos días más tarde el Arcángel San Gabriel tuvo que hacer horas extraordinarias. 

Dormía Simeón bajo la lona de su tienda con el sueño ligero de los viejos, que van contando las horas una a una hasta el amanecer, cuando se le presentó el Ángel:

—Alégrate, Simeón, que te has salido con la tuya. Aquella noche en que viste la estrella de Oriente, supiste que Yavé quería jugar contigo en este juego que ha comenzado con la humanidad. Tú, no sé por qué, te empeñaste en ver al Mesías. Pues bien, Yavé te va a conceder mucho más. Lo tendrás en tus brazos, y podrás besarlo si quieres. Ahora ten calma: dentro de pocos meses te llevarán de la mano hasta Él. 

Simeón, entre sueños, quería preguntar algo, y no conseguía mover los labios; pero el Ángel le respondió:

—Sí, aquella niña que viajó contigo es la Llena de Gracia: éste es su nombre, el que Yavé le puso cuando soñaba con Ella antes de que el mundo exis­tiese. 

Hace pocos días, en su casa de Nazaret, le anun­cié de parte de Dios que habrá de ser la madre del Me­sías. 

Su hijo se llamará Jesús, y va ha sido concebido sin intervención de varón, por obra del Espíritu San­to. ¡Qué cerca lo has tenido, Simeón!: ha viajado con­tigo encerrado en el seno de una Virgen; ha estado es­condido a tus ojos, pero a tu lado. 

María no podía decirte nada; pero, al abandonar la caravana, ha pedi­do a Dios que te conceda lo que soñaste durante tan­tos años. Y en el Cielo nadie puede negar nada a la Reina de los Ángeles.

Al despertar, la estrella que nunca dejó de ver; le encendía la mirada de niño. ¿Dónde estaría la Llena de Gracia? Volvería a verla, sin duda. Y el deseo de estar otra vez a su lado le parecía aún más grande que el de tener en brazos a su Hijo.

En el atrio del Templo de Jerusalén, vociferan los mercaderes entre el estrépito del ganado. Los escribas salmodian la Toráh a sus discípulos. 

Los mendigos su­plican a gritos una limosna a los peregrinos. Y Simeón, que ya apenas puede caminar, apoyado en un bastón, busca unos ojos inolvidables entre las mujeres que en­tran con sus hijos para el rito de la purificación.

—¡Simeón!

María le ha visto antes y le llama. 

Simeón ex­tiende sus brazos mientras se aproxima casi corrien­do. El bastón se le cae al suelo, y un muchacho, que acompaña a María, le ayuda a coger a Jesús entre los brazos. 

El Mesías le sonríe (¿o se lo imagina Simeón?). Y las lágrimas del anciano casi no le dejan ver el rostro del Niño.

—Ahora, Señor, ya puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto al Salvador… 

De regreso a Jerusalén, Simeón seguía cantando. Aquella noche, la estrella se le nubló en sus ojos. 

—¿Qué te ocurre? —le preguntó su sobrina, Sa­ra—, ¿te encuentras bien?

—Sí, hija mía, me encuentro mejor que nunca. Ya he terminado el camino, he cumplido mi papel y ahora sólo pienso en el Cielo. Pero tengo una duda, y es que no sé cómo podré ser feliz en el Paraíso mien­tras la Llena de Gracia y su Hijo estén en la tierra.

ENRIQUE MONASTERIO, EL BELÉN QUE PUSO DIOS