Las figuras torcidas 

—Dios lo puede todo, ¿verdad?

—Sí, claro…

—Entonces, ¿podría crear una piedra tan pesada, tan pesada que ni Él mismo fuese capaz de mover­la?

—Ya  la ha creado.

—¿Sí…?

—Claro. Tu voluntad es esa piedra.

(Parte de una conversación con una alumna de 11 años. No sé si me entendió. Por si acaso, le dedi­co este capítulo).

Para poner su belén, Dios Padre utilizó figuras gran­des, como las estrellas o los montes, y figuras diminu­tas, como el grillo del portal o los estorninos que lim­piaron el suelo del establo. 

Todas son obras de arte, como corresponde a la infinita sabiduría del Creador; pero no era preciso hacerlas perfectas. Incluso conve­nía que tuviesen deficiencias y limitaciones: la tosque­dad también es graciosa, y el belén de Yavé no iba a ser precisamente de porcelana. 

Por otra parte, ¿cuándo es perfecta una colina, una nube o un bo­rrico? 

Según aseguran en el Cielo, el primer camello (el todoterreno de los desiertos, que habría de ser ca­balgadura de los Reyes Magos) fue diseñado por un comité de ángeles; y salió tan feo, con su mirada mio­pe, sus jorobas grotescas y sus zancos enormes y descoordinados, que a nadie se le pasó por la mente que Yavé aprobaría aquel extraño proyecto.

Sin embargo a Dios le gustó su aire desgarbado, sus depósitos de combustible a la vista y la suspensión independiente en las cuatro patas.

Y creó el camello de dos jorobas, y el modelo deportivo con una sola, al que llamaron dromedario.

A lomo de dromedarios llegaron los Magos a Je­rusalén, y allí conocieron a otra de las figuras del be­lén; un personaje que salió torcido y un tanto ridículo: se llamaba Herodes.

—¿Quieres decir que algunas figuras le salen mal a Yavé?

Oriente parecía escandalizada

—¿Cómo puedes pensar eso?, respondió el Ar­cángel. El Creador trabaja el barro divinamente, pero los hombres no son corno las estrellas, y algunas veces no se dejan modelar.

—Pues no lo entiendo.

—Resulta que Dios Nuestro Señor piensa en cada una de las criaturas desde toda la eternidad, y sólo con quererlas, comienzan a existir. Tú, Oriente, eres un pensamiento divino, y no puedes escaparte de la mente de Yavé. Allí estarás mientras dure el univer­so. Si por un imposible Él se olvidara de que existes, te esfumarías; no quedaría de ti ni un átomo de re­cuerdo.

¿Me sigues?

—Me temo que no…

—Recuerda lo que te dije hace tiempo: que Dios te ha creado perfecta y completa para la misión que tienes encomendada, que tu vida y tu muerte están ya escritas, igual que la caída de cada hoja del último ar­busto del mundo o las notas de la melodía que inter­preta la brisa al peinar las copas de los álamos. Nada escapa a la voluntad de Yavé…, salvo una cosa. 

Oriente asentía con un estudiado parpadeo, pero la verdad es que no entendía nada.

—Me refiero a los hombres, naturalmente, a las únicas figurillas del belén que Dios ama por sí mis­mas, las únicas también que están inacabadas. Él ha soñado con cada uno, y a cada uno le ha asignado un puesto junto al establo de Jesús. Más aún, querría poner el pesebre en el mismo centro de su corazón. Pero los ha hecho libres.

—¿Y eso qué significa?

—Que Yavé les ha hecho alfareros de su propio barro y quiere que terminen de modelarse a sí mis­mos. 

¿Te has fijado que, cuando nacen, son las criatu­ras más indefensas del universo? Es que están aún sin hacer; y necesitan años para madurar. No ocurre lo mismo con los demás animales: fíjate en las aves, por ejemplo; Yavé las viste de plumas y en pocos días las lanza a volar; que sólo para eso han nacido. Pero los hombres deben formarse poco a poco, hasta llegar a ser…, lo que ellos quieran. 

—¿Y Dios no les ayuda?

—Naturalmente. Y si son sensatos, se dejarán llevar de su mano, ya que, en definitiva, él está más empeñado que nadie en hacerlos felices. 

El problema es que algunos usan su libertad tan mal que acaban por destruirse. Y cuando Yavé les habla, se hacen los sordos o miran para otra parte, como aquel pequeño rey. Y entonces salen torcidos, grotescos: son las figu­ras oscuras del belén de Dios.

Pero, ya lo verás, Oriente: aunque Yavé no pueda cambiar la voluntad de Herodes, sus planes saldrán igualmente.

—Hemos visto su estrella en Oriente… —había di­cho Gaspar. 

Herodes, sentado en su inmenso trono, parecía cada vez más pequeño, más viejo y tembloroso. Mel­chor tuvo la extraña sensación de que, a medida que aumentaba su ira, disminuía de tamaño, y se conver­tía en un enanito gruñón con ropajes demasiado gran­des y con una corona que resbalaba en todas las di­recciones.

—¡Su estrella! —explotó al fin—. ¿Qué estrella? ¿Cómo saben ustedes que era una estrella, y no un co­meta, un planeta, un meteorito, un reflejo de la luna, un pegaso, un halcón peregrino o cualquier otro obje­to volante no identificado? 

¿Y qué significa exacta­mente su? 

¿Qué les hace suponer que esa presunta es­trella sea propiedad privada? Han de saber, mis queridos magos, que, en este reino, todo lo que existe, desde las más profundas entrañas de la tierra hasta el cielo, pertenece a la Corona…

—Y al Altísimo… 

—Sí, claro. Pero ¿quién administrará mejor lo que pertenece a Yavé que el Rey de su Pueblo Elegido? 

Los Magos, que habían contado va su historia tres o cuatro veces, escuchaban con paciencia las que­jas de Herodes, y se preguntaban por qué razón, a ese reyezuelo gruñón y avinagrado, le apodaban en Israel El Grande.


Oriente no comprendía por qué Dios nuestro Se­ñor le había fundido los plomos. 

Apagada, sin luz y sin calor, volaba a oscuras por el espacio como una estrella fantasma o como un meteorito, invisible a los ojos de los Magos, que la habían perdido a las puer­tas de Jerusalén.

—¿Por qué no puedo volver a brillar corno an­tes?

—se quejaba—. No es justo lo que les ha ocurrido a los pobres Magos. Me han seguido desde tan lejos… Hemos cruzado el desierto, y no han desfallecido. Sa­bes bien, Gabriel, que a punto estuvieron de volverse atrás cuando Yavé les mandó la tormenta de arena, y cuando se quedaron sin agua y casi sin esperanza de encontrarla. Sin embargo todo lo superaron porque sabían que al anochecer yo aparecería en la línea del horizonte para indicarles el camino. 

Sin embargo, ahora… 

¿Qué pueden hacer si Dios me deja sin luz?

—Preguntar a quién representa a Dios. Su estrella, en esta etapa del viaje, debe ser el Rey de Israel.

—¿Herodes?

—Cumplirá su misión, no te preocupes. Y cuan­do lo haga, Yavé te encenderá de nuevo para que guíes a tus Magos. 

No se hablaba de otra cosa en Jerusalén:

—Dicen que ha nacido el rey de los judíos…

—¿Quién lo dice?

—Han llegado unos Magos de Oriente, unos gen­tiles amigos de las estrellas.

En el templo lo susurraban los sacerdotes y los mercaderes; los rabinos buceaban en sus libros en busca de pistas para localizar al Niño; los pastores lle­vaban el mensaje con sus rebaños a los pueblos veci­nos; los campesinos, siempre desconfiados, miraban de reojo al cielo por si también ellos avistaban la es­trella, y hasta los publicanos olvidaron por un mo­mento su oficio de recaudadores para preguntarse quién podría ser ese rey tan temido y deseado. 

Herodes, entre tanto, reunido con los teólogos de la Corte, trataba de dar una salida a la crisis.

—¿En Belén? ¿Estáis seguros?

—Eso dice el Profeta, Majestad: «Y tú Belén, tie­rra de Judá, no eres ciertamente la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel…».

De nuevo ante los Magos, Herodes se deshacía en sonrisas.

—Traigo buenas noticias… 

Quizá tengáis razón, y vuestra famosa estrella anuncie el nacimiento de un rey. Id a Belén, y preguntad allí. Si lo encontráis, regresad cuanto antes, que yo también quiero adorarle.

Cuando los Magos cruzaban la puerta de la Ciu­dad, Yavé encendió de nuevo a su estrella y le entregó como regalo una cola bellísima de espuma plateada, como la estela de una nave. Los Magos, al descubrirla en el horizonte, se llenaron de alegría, y Oriente se ru­borizó al verse reflejada en las aguas del mar. Quiso decir algo; pero al Ángel, de pronto, le entraron las prisas:

—Tengo que irme, Oriente. Estos tres infelices no saben lo que está maquinando Herodes. Voy a con­társelo. Tú, mientras tanto, guíales hasta el Portal.

Gabriel se había puesto serio, y aunque todo el mundo sabe que los Ángeles no lloran, la estrella cre­yó ver en sus ojos la chispa de una lágrima.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás triste?

—Nada, Oriente, nada… Es que el belén de Yavé se va a llenar de sangre. Pronto verás las primeras figurillas rotas; morirán antes de abrir los ojos. Son los más inocentes, y Dios los creó para vivir; pero Él, que ha preparado un firmamento entero para decorar su cuna, que ha movido montañas y océanos con sólo su pensamiento, no puede mover la voluntad libre de un reyezuelo oscuro y torcido…

Es una piedra demasiado pesada para el Omnipotente. 

Apenas se fue el Ángel, Oriente escuchó el llanto de un Niño. Belén estaba a la vista, y la estrella empe­zó a descender sobre el Portal. Tras su larga estela de plata, volaba una escuadrilla de serafines, que comen­zó a entonar el primer villancico, con letra y música de Yavé.

El espectáculo fue tan grandioso que hasta los ángeles sintieron escalofríos. Pero en la tierra casi nadie lo vio: los hombres, aquella noche, tenían otros sueños más urgentes. 

Y fue una pena, porque tampo­co vieron el rubor de las mejillas de María ni la sonrisa de San José ni los aplausos del Niño desde el pesebre.

El Belén que puso Dios, Peque Monasterio