El murmullo de las olas y el graznido de gaviotas acompañaban a una oscura y solitaria silueta, en medio de una tarde de estío teñida de asfixiante soledad.
La encorvada figura yacía con los brazos cruzados, poseía una larga y espesa barba encanecida por completo y su mirada penetrante no perdía ni un segundo la visión del imponente océano. Sus ojos azules, dos luces casi exiguas conservaban un ligero y casi imperceptible espasmo de ilusión, su semblante surcado de arrugas y desgastada piel curtida por el sol daba a conocer a cualquiera la experiencia de un viejo lobo de mar.
Con una expresión inmutable en sus facciones se levantó trabajosamente y respirando con aprecio el fresco aroma salino, volvió instantáneamente su vitalidad de antaño y dibujándose una sonrisa en sus labios, brotó en su ser un torrente de antiguos y deslustrados recuerdos.
Miró con ternura al mar como quien saluda a un viejo amigo y con firmeza y voluntad decidida se acercó lentamente a una enmohecida barca. Las débiles olas se deshacían en blanca espuma al llegar a la orilla y lamían ligeramente los pies desnudos del anciano marinero.
Con sus ojos tornados súbitamente en nubes de melancolía contempló la playa desolada y sintió en lo más profundo de su corazón un vacío que ni la inmensidad del océano podía abarcar. Sepultando breves lágrimas en la arena dorada, tomó los remos y alejándose con rapidez de la orilla, se adentró en un mar de tonalidades azul olvido.
Entonces fatigado del esfuerzo dirigió su apesadumbrada mirada hacia la playa de su vida y divisó la borrosa figura de un hombre que a desaforados gritos lo llamaba. En ese instante una descarga recorrió la espalda del viejo, su delicado y frágil corazón saltó de júbilo en su pecho y una llama de abrasadora esperanza se encendió en su interior.
Restregándose repetidamente sus ojos se cercioró de que su mente después de largas horas a merced de los encandilentes rayos del sol, no le estuviera jugando una mala pasada. Sin embargo, finalmente dilucidó de quien se trataba y al reconocer a su hijo después de tantos años de creerlo perdido, se desmayó.
El contacto con la fría agua salada despertó de golpe al anciano, que era arrastrado mar adentro por la poderosa atracción de la aguas. Luchó en vano contra la corriente, pero la reciente imagen de su hijo lo impulsaba a seguir viviendo. De repente una majestuosa ola se cernió sobre su cabeza y ante su aterrorizado rostro ésta se volcó contra él, zambulléndolo en las profundidades del océano, dónde el clamor de sus gritos de auxilio eran absolutamente inaudibles.
Con lentitud abrió abatido sus ojos de anciano, contempló con infinita ternura a su hijo y exhalando su último suspiro y esbozando su última sonrisa le dijo fervor: «Cuida bien a mi nieto»