El pastorcillo tonto
Dios ha elegido a los necios para confundir a los sabios (1 Corintios 1, 26).
Hay un belén en Roma que seguramente no olvidaré nunca. Está en la sala de estar —en el «soggiorno»— de la sede central del Opus Dei, dentro de una vitrina que se abre sólo cuando llega la Navidad.
Mirando ese Nacimiento hemos hablado con Dios personas de todo el mundo. Allí el beato Josemaría Escrivá nos enseñó a rezar, jugando con la fantasía, contemplando a un Niño Jesús diminuto, que cierra los ojos y aprieta los puños muy fuerte, como todos los recién nacidos. La Virgen María —bellísima— tiene a su Hijo al alcance de la mano, y lo destapa para que podamos verlo y besarlo. San José, fuerte y joven, contempla la escena muy cerca de su Esposa.
A sus pies, haciendo guardia, hay un perrillo, de raza indefinida y aspecto simpático, que trata de aparentar ferocidad, sin conseguirlo en absoluto. En lo alto, los ángeles: docenas de angelotes con los más variados instrumentos musicales. Y, en primer plano, a la entrada del Portal, están los pastores.
Son tres: el mayor, de unos cincuenta años, se arrodilla frente a Jesús, mientras acaricia un cordero con su mano izquierda. El segundo, más joven, espera su turno ligeramente inclinado. Detrás, con la vista perdida, mirando quizá a los ángeles del techo, viene un niño de doce o trece años que a todos nos resulta familiar, porque tiene ese rostro entrañable e inequívoco de los que padecen el síndrome de Down. Es un pastorcillo tonto. Llamémosle así, que él no se enfada. El chico está fuerte, y lleva en su mano izquierda un ganso enorme que hace lo posible por huir.
Algunas veces, junto a ese belén, he jugado a ponerme en el lugar del perro, para defender al Niño Jesús, o del borrico, que está tan cerca de la cuna. ¡Y en cuántas ocasiones he deseado ser el pastor tonto…!
Jesús, me llamo Zabulón, tengo doce años y soy pastor como mi padre. El ángel que vimos antes me ha dicho que lo sabes todo, porque eres el Mesías y el Hijo de Dios, pero prefiero contártelo, porque te veo tan pequeño y tan dormido que, la verdad, no sé si te haces cargo.
Mi madre, Juana, murió cuando me tuvo a mí, y por eso dice mi padre que tengo que quererla más que a nadie en el mundo; pero yo le quiero más a él (por favor, no se lo digas, que a lo mejor se enfada), porque está a mi lado todo el día y me enseña muchas cosas. Me ha enseñado cómo se llaman los vientos que traen la lluvia y los que llegan del desierto y ponen nerviosas a las ovejas. También conozco los nombres de los pájaros y estoy aprendiendo a distinguir las estrellas. Esto es más difícil, porque son muchísimas y tengo mala memoria, pero sí que me he dado cuenta de que ha aparecido una nueva justo encima de donde tú estás.
Como ves, Jesús, yo soy un poco tonto… No digas que no: se nota enseguida. Todo el mundo lo sabe. Por lo visto, los tontos nos parecemos mucho, y hay gente que nos mira raro, como si tuviésemos la culpa. Yo querría decirles que no soy tonto adrede; que nací así por voluntad de Yavé, y que tampoco es tan malo. Sirve, por ejemplo, para hacer reír a los niños. En cuanto me ven, se ponen muy contentos, me gastan bromas, me tiran cosas, y yo finjo que soy todavía más tonto para que se rían más. ¡Si supieras lo bien que lo pasamos…!
¿Ves? Ya he dicho otra tontería: «si supieras».
El ángel me ha explicado hace un rato que tú lo sabes todo, y yo lo había olvidado.
Ese perro que tienes junto a tu cuna, es mío (bueno, de mi padre) Se llama Peque y es mi mejor amigo, porque no se ríe de mí. Escucha todo lo que le cuento con la boca abierta y la lengua fuera, y no me interrumpe nunca.
Te traigo una oca. Así tendréis para comer.
Para jugar no sirve, porque es medio tonta y muerde. Así que dile a tu padre que no tenga pena de matarla. Además, con las plumas te puede hacer una almohada para que estés más cómodo.
¿Te digo una cosa? Nunca había sido capaz de pensar tanto rato seguido, sin cansarme. No me hago ilusiones: sé que esto me pasa porque estoy contigo, y porque hablo sin palabras, como en secreto.
Pero si tratara de contártelo en voz alta, te reirías de mí como todo el mundo.
Es curioso; con el ángel me ha pasado lo mismo. Cuando se nos apareció al otro lado del barranco, yo no me enteré de nada. Dijo palabras tan difíciles que ni siquiera mi padre y los demás comprendieron gran cosa. Imagínate yo, que soy medio bobo. Pero, como el ángel lo sabía, después de hablar con los demás pastores, se me acercó por la espalda y se puso a charlar conmigo a solas, igual que nosotros ahora, sin ruido y sin que nadie nos viera… ¿A que no sabes lo que me contó?
Vaya… Me parece que he dicho otra tontería: sí que lo sabes. Tú lo sabes todo. Pero, bueno, el caso es que el ángel (que, por cierto, se llama Gabriel: a lo mejor lo conoces) estaba muy contento, pero también un poco preocupado porque, según él, Yavé le había encomendado una faena muy difícil.
—Imagínate, Zabulón —me dijo—: Dios nos ha mandado que anunciemos el nacimiento del Mesías a los hombres de buena voluntad. ¿A que parece sencillo? También yo lo pensé al principio. Pero cuando nos reunimos los seis arcángeles del comando para hacer la lista, la cosa empezó a complicarse. Por tres veces tuvimos que dirigimos a Yavé para preguntarle qué significaba exactamente buena voluntad… ¡Naturalmente que lo sabíamos, pero queríamos que nos diese permiso para abrir la mano! Así y todo, no conseguimos más de media docena en los alrededores de Belén.
Yo tampoco sabía qué quería decir eso de buena voluntad, así que se lo pregunté al ángel, y me dijo un montón de cosas preciosas que no sé si voy a ser capaz de repetir:
—Mira, Zabulón —empezó—, tú te has fijado muchas veces en los pájaros, ¿verdad?
—Sí, y mi padre me ha enseñado a distinguir los buenos de los malos. Hay unos que se beben la leche de las cabras, y…
—Y sabes también que algunos vuelan siempre a ras de suelo, picoteando por todas partes, como los gorriones o los mirlos; otros se meten en los basureros o en los establos; algunos sólo están a gusto en lo alto de los árboles más chicos, o en los aleros de las casas. Pero hay también aves de altura, como las oropéndolas, que construyen sus nidos en la copa de los álamos y nunca descienden a la tierra, o las grandes águilas, que se elevan al cielo sin esfuerzo, como veleros del aire llenos de majestad…
Mientras Gabriel hablaba, yo había perdido el hilo, y me había olvidado de la buena voluntad. Por eso, me sorprendió un poco cuando dijo:
—A los hombres les pasa algo parecido. Dios los ha creado para que vuelen muy alto…
—¿Podemos volar?
—¡Ya lo creo! ¿No vuela la fantasía, la imaginación, el corazón, el deseo, la memoria…? El alma vuela. ¿Me entiendes?
—Creo que sí.
—… Y, sin embargo, algunos se empeñan en revolotear entre los estercoleros o en las charcas más repugnantes. Otros utilizan sus alas, no para lograr una meta, para llegar a alguna parte, sino para exhibirse en vuelos acrobáticos. Y son pocos los que quieren, de verdad, alcanzar al que está en lo más alto…
—¿A Dios?
—A Dios, sí… Lo has entendido, Zabulón. Ésos son los que tienen buena voluntad, los que alcanzan la sabiduría.
—Pues entonces yo no soy como ellos. ¿Cómo podría ser sabio un tonto?
—Lo eres, porque siempre has tenido tu corazón con Yavé, y has soñado con conocerlo y amarlo. No te importe que tu ingenio sea pequeño, con tal de que alcance la Verdad. Las aves que vuelan más alto no son las que más aletean, sino las que se dejan llevar por el viento y aprenden a navegar sin fatiga, desplegando sus alas sin miedo al espíritu que las arrastra.
—Fíjate, Jesús; mientras el Ángel me decía estas cosas, yo lo comprendía todo, y no me cansaba de escuchar, ni de pensar… Hasta se me ocurrió que a lo mejor me había vuelto listo. Pero me miré en el río, y gracias a Yavé, mi cara seguía siendo la de siempre. Luego, he oído la voz de mi padre, que me llamaba; he cogido la oca, y aquí estoy.
¿Sabes lo que te digo, Jesús? Que estoy muy contento de estar a tu lado; que no tengo envidia de mi hermano Andrés ni de mi hermana Ana, que son ricos y tienen grandes rebaños y muchos olivos, pero que están lejos de aquí. Que te doy gracias porque has elegido a un tonto para ser sabio, y que me dan mucha pena esos sabios que parecen tontos, y yo creo que lo son.
Según el Ángel, Yavé me ha elegido para ser una figura del belén porque hay que explicar a la gente que las únicas vidas inútiles son las de aquellos que se niegan a buscarte: son aves sin alas. Y que Dios, algunas veces, escoge a los tontos para confundir a los listos.
Sólo tengo una pena, Jesús. Ya te dije antes que mi madre murió cuando yo nací, y, aunque a mi padre le quiero mucho, algunas veces la echo en falta. Con decirte que hasta me dan envidia los corderos del rebaño, cuando duermen junto a sus madres… ¿Ves como sigo siendo un poco bobo, Jesús?
Pero es que ahora he conocido a la tuya. No sé si te das cuenta de que no paro de mirarla y de que también ella me sonríe como si fuera guapo. ¿Me dejas volver de vez en cuando para estar a su lado? Me parece que a tu madre no le importa y a tu padre tampoco. Les traeré comida y cortaré la leña que necesitéis. Y le explicaré cosas que a lo mejor no sabe, y ella me contestará; no como tú, que sigues ahí dormido.
Jesús, ahora te voy a dar un beso. No te despiertes, por favor, que no quiero que se enfade María.
Enrique Monasterio El Belén que puso Dios