Una gran encrucijada de nuestro tiempo: llenarse de cosas o vaciarse para darse y luego descubrirse. Descubre tú la paradoja en este cuento de Jorge Bucay.
LA CIUDAD DE LOS POZOS
Esta ciudad no estaba habitada por personas, como todas las demás ciudades del planeta.
Esta ciudad estaba habitada por pozos. Pozos vivientes …pero pozos al fin.
Los pozos se diferenciaban entre sí, no solo por el lugar en el que estaban excavados sino también por el brocal (la abertura que los conectaba con el exterior). Había pozos pudientes y ostentosos con brocales de mármol y de metales preciosos; pozos humildes de ladrillo y madera y algunos otros más pobres, con simples agujeros pelados que se abrían en la tierra.
La comunicación entre los habitantes de la ciudad era de brocal a brocal y las noticias cundían rápidamente, de punta a punta del poblado.
Un día llegó a la ciudad una «moda» que seguramente había nacido en algún pueblito humano: La nueva idea señalaba que todo ser viviente que se precie debería cuidar mucho más lo interior que lo exterior. Lo importante no es lo superficial sino el contenido.
Así fue como los pozos empezaron a llenarse de cosas. Algunos se llenaban de cosas, monedas de oro y piedras preciosas. Otros, más prácticos, se llenaron de electrodomésticos y aparatos mecánicos. Algunos más optaron por el arte y fueron llenándose de pinturas , pianos de cola y sofisticadas esculturas posmodernas. Finalmente los intelectuales se llenaron de libros, de manifiestos ideológicos y de revistas especializadas.
Pasó el tiempo.
La mayoría de los pozos se llenaron a tal punto que ya no pudieron incorporar nada más.
Los pozos no eran todos iguales así que , si bien algunos se conformaron, hubo otros que pensaron que debían hacer algo para seguir metiendo cosas en su interior…
Alguno de ellos fue el primero: en lugar de apretar el contenido, se le ocurrió aumentar su capacidad ensanchándose.
No paso mucho tiempo antes de que la idea fuera imitada, todos los pozos gastaban gran parte de sus energías en ensancharse para poder hacer más espacio en su interior.
Un pozo, pequeño y alejado del centro de la ciudad, empezó a ver a sus camaradas ensanchándose desmedidamente. El pensó que si seguían hinchándose de tal manera , pronto se confundirían los bordes y cada uno perdería su identidad…
Quizás a partir de esta idea se le ocurrió que otra manera de aumentar su capacidad era crecer, pero no a lo ancho sino hacia lo profundo. Hacerse más hondo en lugar de más ancho.
Pronto se dio cuenta que todo lo que tenía dentro de él le imposibilitaba la tarea de profundizar. Si quería ser más profundo debía vaciarse de todo contenido…
Al principio tuvo miedo al vacío, pero luego , cuando vio que no había otra posibilidad, lo hizo.
vacío de posesiones, el pozo empezó a volverse profundo, mientras los demás se apoderaban de las cosas de las que él se había deshecho…
Un día , sorpresivamente el pozo que crecía hacia adentro tuvo una sorpresa: adentro, muy adentro , y muy en el fondo encontró agua!!!.
Nunca antes otro pozo había encontrado agua…
El pozo supero la sorpresa y empezó a jugar con el agua del fondo, humedeciendo las paredes, salpicando los bordes y por último sacando agua hacia fuera.
La ciudad nunca había sido regada más que por la lluvia, que de hecho era bastante escasa, así que la tierra alrededor del pozo, revitalizada por el agua, empezó a despertar.
Las semillas de sus entrañas, brotaron en pasto , en tréboles, en flores, y en troquitos endebles que se volvieron árboles después…
La vida explotó en colores alrededor del alejado pozo al que empezaron a llamar «El Vergel».
Todos le preguntaban cómo había conseguido el milagro. -Ningún milagro- contestaba el Vergel- hay que buscar en el interior, hacia lo profundo… Muchos quisieron seguir el ejemplo del Vergel, pero desandaron la idea cuando se dieron cuenta de que para ir más profundo debían vaciarse.
Siguieron ensanchándose cada vez más para llenarse de más y más cosas…
En la otra punta de la ciudad, otro pozo, decidió correr también el riesgo del vacío…
Y también empezó a profundizar…
Y también llegó al agua…
Y también salpicó hacia fuera creando un segundo oasis verde en el pueblo…
-¿Qué harás cuando se termine el agua?- le preguntaban. -No sé lo que pasará- contestaba- Pero, por ahora, cuánto más agua saco , más agua hay. Pasaron unos cuantos meses antes del gran descubrimiento.
Un día, casi por casualidad, los dos pozos se dieron cuenta de que el agua que habían encontrado en el fondo de sí mismos era la misma…Que el mismo río subterráneo que pasaba por uno inundaba la profundidad del otro.
Se dieron cuenta de que se abría para ellos una nueva vida. No sólo podían comunicarse, de brocal a brocal, superficialmente , como todos los demás, sino que la búsqueda les había deparado un nuevo y secreto punto de contacto:
La comunicación profunda que sólo consiguen entre sí, aquellos que tienen el coraje de vaciarse de contenidos y buscar en lo profundo de su ser lo que tienen para dar…
Y un comentario serio:
La transmisión de imágenes y la experiencia de Dios
No cabe duda que uno de los temas más preocupantes desde un punto de vista educativo es el de las transmisiones. Observamos, con perplejidad, la dificultad que sufren padres y educadores para transmitir valores, creencias o ideales a las nuevas generaciones. A menudo, se les presenta esta tarea como una empresa imposible de realizar, como una lucha desigual, como la que entabló David contra Goliat.
La transmisión requiere, cuanto menos, de dos sujetos: el emisor, que se dispone a comunicar algo y el receptor que se dispone a practicar la escucha. La transmisión se convierte en una tarea compleja fundamentalmente por dos razones. En primer lugar, el transmisor sufre una falta de claridad en la comunicación de su mensaje. Nuestros antepasados tenían una imagen clara y nítida de Dios, pero como consecuencia de la cultura de la sospecha esta imagen se ha vuelto confusa, extraña y compleja y para poder transmitir algo se requiere de una cierta claridad.
El transmisor ya no tiene, por lo general, una imagen clara y distinta de Dios, porque parte de la imagen que le fue transmitida ha sido objeto de una profunda discusión y, su exigencia intelectual, no le permite asumir determinados contenidos del pasado. La imagen de aquel Dios de la infancia se desvanece, pero lo que aflora es un laberinto de ideas y una gran dispersión de contenidos. Por lo tanto, lo que falla en el proceso de transmisión es, en primer lugar, la sólida vertebración de una forma mentis del transmisor, su falta de claridad.
No creo que se deba interpretar esta caída en la complejidad como el síntoma de una fracaso generacional, sino todo lo contrario. La cultura del conocimiento y de la sospecha nos permiten asomarnos a la cuestión de Dios desde otro prisma. Hemos ganado en perspectiva, hemos superado determinados prejuicios atávicos y una cierto provincianismo religioso. No podemos seguir pensando a Dios como lo pensaban nuestros antepasados, lo que significa que debemos reelaborar la imagen recibida y transformarla para poder comunicarla a las nuevas generaciones. Como dice Jean Marie Tillard, no somos los últimos cristianos, pero sí que somos los últimos en vivir aquel tipo de cristianismo.
El transmisor tiene problemas para comunicar una imagen clara y nítida de Dios, porque, simplemente, no la tiene y, como resulta evidente, nadie puede comunicar lo que no tiene o lo que no siente. La consecuencia de ello es que hay muchos jóvenes que jamás han recibido ninguna información de sus padres respecto a este tema. El silencio que han practicado sus progenitores en torno a estas cuestiones tiene como efecto la ausencia de imagen, la intemperie religiosa del joven, el desconocimiento absoluto de dicha cuestión. Esta ausencia de imagen, como veremos posteriormente, puede ser el marco idóneo para una experiencia de Dios más clara y transparente que la que vivieron sus padres y sus abuelos.
La transmisión requiere de otro factor clave para su realización: la voluntad de escucha en el receptor. Si el receptor no desea acoger las palabras y consejos de emisor, difícilmente puede haber transmisión. Lo propio del transmisor es el éxtasis, la salida de sí mismo hacia el otro, pero lo propio del receptor, es la acogida, la práctica de la hospitalidad del mensaje del emisor. Nos hallamos frente a un receptor saturado, que está expuesto cotidianamente a una avalancha de información que, difícilmente, puede digerir. El receptor se ha convertir en el yo saturado (the satured self) que describía hace ya unos lustros Richard Sennet. No siente el deseo de ser iniciado, ni está por la labor de escuchar. El resultado de esta opacidad comunicativa, es la ruptura de la transmisión. El transmisor no sabe qué comunicar, aunque desea comunicarse con el receptor, pero el receptor no tiene deseos de recibir nada, porque, simplemente, está saturado.
Muy frecuentemente, no se detecta este problema y en los procesos de iniciación a la fe, persiste la transmisión de palabras, de imágenes y de ideas que rebasan el yo saturado del receptor y que, consiguientemente, se desvanecen. La tarea es compleja, pero la mera reiteración de mensajes no garantiza lo más mínimo su asunción, sobre todo cuando el joven ya no tiene hambre de recibir. En algunos casos, llega a ser, inclusive, contraproducente.
IMÁGENES DE DIOS EN LA JUVENTUD. Francesc Torralba Roselló Profesor de la Universidad Ramon Llull (Barcelona)