Las lágrimas de Dios

Maldito será el suelo por tu causa (…): Espinas y abrojos te producirá (Génesis 3,17-18).

No pongáis triste al Espíritu Santo (Efesios 4,30).

Una lágrima en mayo parece un gran desorden (Pedro Salinas). 

Fue un viento helado que parecía llegar de otro mun­do: de algún lugar muy alejado de Yavé.

Hasta los án­geles sentimos el escalofrío: fue un sobresalto; como si, por un instante, el pánico hubiese logrado forzar las puertas del Cielo y se colara por una rendija, y ya nadie estuviese a salvo. 

Nos pareció que la luz desapa­recía sin remedio. Algunos dijeron haber oído un grito estridente; otros, por el contrario, aseguraban que el silencio era como un manto de niebla que cubría la Creación; era una noche sin salida, como una ausen­cia definitiva; pero ¿de quién? 

Alguien mencionó pala­bras que hasta entonces no se habían escuchado ja­más: angustia, tristeza, muerte. Palabras recién inven­tadas que no podían tener cabida en la Gloria. Y, sin embargo, era indudable que algo semejante acababa de rozamos, y se alejaba.

Miguel, el general de la milicia del Cielo, fue el primero en hablar:

—Es igual que aquel día, ¿recordáis?: como si Lucifer cayera de nuevo al abismo. Es, otra vez, el pe­cado.

En la tierra el cambio había comenzado: Se acorazaron las flores con espinas. Las cigüeñas levantaron el vuelo, y empezaron las primeras migraciones de las aves, que desde entonces siguen huyendo del Paraíso en busca de la tierra prometida. Se agostaron los manantiales.

Temblaron las montañas Las culebras cargaron sus depósitos de veneno, y los alacranes afilaron sus aguijones. El hombre ya no era rey de la Creación, sino una especie de virus monstruoso y agresivo dentro de un cuerpo sano, que, por ser obra de Yavé, se rebelaba contra su tirano corrompido.

—¡Vete de mí! ¿A qué has venido? ¿A maltratarme?

Y nacieron las tormentas, los terremotos, los huracanes…

—Maldito será el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espi­nas y abrojos te producirá… 

Y el hombre escapó del Edén…

Ya conocéis la historia. 

En el Cielo, el escalofrío del pecado sólo duró un instante. Pronto volvió esa felicidad indestructible que ni siquiera los ángeles son capaces de describir

—¿Y Yavé?

Si dijera que Dios lloraba, es posible que alguno de vuestros teólogos se escandalizase.

—¡Dios no llora! —diría—. ¡Dios es infinitamente feliz en el Cielo! ¡Nada puede alterarlo porque es in­mutable!

No me atrevo a llevarle la contraria. Los ángeles no estamos acostumbrados a las disputas académicas. 

Pero ¿conocéis el significado de vuestras propias pala­bras cuando habláis de Dios?

Si decís que algo es inmutable, ¿en qué pensáis?: ¿en la muerte?; ¿tal vez en una roca siempre idéntica a sí misma en lo alto del monte? Pues bien, Dios no es una roca: su inmutabilidad no es carencia de vida, sino plenitud.

Y, al decir felicidad, ¿sabéis de qué estáis ha­blando? De amor, sí. Desde luego ésa es la palabra más cercana, aunque sólo aquí arriba alcanzaréis a entenderla del todo. Pero comprendéis que amor es, sobre todo, vida, alegría, sufrimiento…

¿Quién puede imaginar un amor de hielo, inmutable, corno una roca fría Dios no es así: y su felicidad consiste también en no renunciar al dolor por los que ama.

Por eso lloraba Yavé en lo alto del Cielo, mientras se rebelaba la tierra contra Adán.

Pero tenéis razón: ¡es tan difícil sufrir en la Gloría! No se conformaba el Señor con que apenas le rozara el viento frío del pecado del hombre: quería sentirlo en su carne. 

Y mientras ponía su belén, pensó en desahogar su pena. 

Y miró a la cuna. 

Y soñó con un fuego dulce que se abría paso por las mejillas del Niño, con un racimo de perlas ardientes que la estrella encendía en reflejos de plata, y se volvían amargas en los labios.

Yavé las llamó lágrimas y las puso, generosamente, en los ojos de Jesús.

ENRIQUE MONASTERIO, EL BELÉN QUE PUSO DIOS.