El big-bang
Y Dijo Dios: haya luz. Y hubo luz (Génesis 1,3)
Aún no había ojos que vieran la luz, y la luz ya fue creada. En los talleres del Cielo aún no estaban diseñados los colores; no existía el azul, que iba a estrenarse en el aire de la primera primavera; ni el rojo, que habría de ser como un grito en la sangre y en las amapolas. En realidad, nadie sabía aún lo que era el color; ni para qué servía. Tampoco había formas, ni materia, siquiera un grano de arena, algo que iluminar. Aparentemente las tinieblas seguían allí; pero Dios —luz increada— había encendido ya el escenario para el primer acto de la creación.
Yavé sabía que a aquel instante, tan simple, lo llamarían big-bang con el paso de los siglos. Y creó de la nada una mota de polvo; la levantó en la palma de su mano y la colocó en el centro de una gran sala vacía y oscura. Después la miró, y toda la luz creada se concentró en aquel puntito invisible. Y dijo Yavé:
—Desde ahora, y durante algunos millones de años, vas a crecer mucho, te dilatarás hasta ocupar por completo este salón. Lo llenarás de galaxias y de estrellas, de planetas con sus lunas y de millones de luces, que darán vida a Belén y a sus alrededores. Producirás también agujeros negros, para desconcierto de astrónomos y de matemáticos… Todo un universo de materia brotará de tus entrañas para preparar la cuna de mi Hijo… Serás lluvia, granizo, relámpago y trueno. De ti nacerá la música y el silencio; las selvas y los desiertos; los océanos y las lagunas… Yo, mientras tanto, tengo cosas más importantes que hacer.
A continuación, Yavé decidió que había llegado la hora de inventar el tiempo. Así que sacó un cronómetro de alguna parte y se dispuso a apretar el botón. Los ángeles, los arcángeles y todas las jerarquías del Cielo, sentados en las tribunas de invitados, contenían el aliento a la espera de que se iniciara el acto. Un querubín recién nacido (recién creado habría que decir), hablaba con San Miguel sobre las características del extraño mundo que Dios proyectaba.
—¿Materia? ¿Y qué es la materia?
—Es difícil de explicar. Pero ten paciencia, que da poco tiempo…
—¿Tiempo? ¿Y qué es el tiempo?…
En opinión de los ángeles, la explosión fue el espectáculo más grandioso protagonizado por criatura alguna. Ellos están acostumbrados a contemplar la infinitud de la esencia divina, y no se impresionan fácilmente; pero esa vez no pudieron contenerse, y sus aplausos retumbaron en la bóveda celestial como un trueno de alabanza a Dios.
En una décima de segundo, millones de luces reventaron en una gigantesca flor de colores limpios y puros, recién estrenados. El estruendo se multiplicó en una catarata de ecos tan hondos y melódicos como jamás se han oído, ni antes ni después, en el universo. Fue la primera gran sinfonía de Yavé para orquesta de estrellas y coro de ángeles.
Y aquella motita de polvo, en unos segundos de eternidad, se dilató prodigiosamente hasta convertirse, dirigida por Yavé, en todo lo que se ve y se toca en este mundo: en lluvia y en granizo, en música y en silencio, en brisa, en catarata, en océano, en selva y en desierto. Se hizo volcán y fuego, energía prisionera en el fondo de la tierra y en los átomos de uranio. Empezó a vivir en células diminutas, que poblaron los mares y el aire. Se echó a volar en las aves… Y aquella pizca de casi nada, que Dios creó, incluso se convirtió en cerebro para servir al espíritu.
—La hipótesis del big-bang —aseguraba desde su silla de ruedas el famoso profesor— hace inútil la idea de la creación. No necesitamos recurrir a Dios para explicar la génesis del mundo… El universo se engendra eternamente a sí mismo. El espíritu no existe.
El conferenciante, a causa de una parálisis progresiva e incurable, sólo movía los dedos de su mano izquierda, y se comunicaba a través de la voz metálica e impersonal de un sofisticado ordenador. El público escuchaba en un silencio impresionante aquella demostración viva de lo que el alma humana es capaz de hacer para vencer las limitaciones de la materia. Pero lo más extraño era que aquel espíritu poderoso y agudo estaba negando lo más evidente: su propia existencia como espíritu.
El Belén que puso Dios, Enrique Monasterio