Hoy me levanté en la mañana, fijé mi vista a través de la ventana y sin vacilar me dije a mi mismo que estaba viendo un día nuevo. El sol reflejaba su belleza matutina en los bellos colores de las flores cuajadas de rocío, flores cuyos pétalos dejaban ver un deslumbrante brillo de gotas cristalinas, vestigio de la magnífica nevada de ayer.
Las flores, los árboles, plantas y cerros estaban como recién lavados bajo un cielo carente de impurezas y teñido completamente de un benigno azul celeste. Fuimos a misa y luego mi papá nos llevó por un desconocido camino para observar las calles relucientes y llenas de vida. Subimos por una prolongada y empinada pendiente. Recorrimos la subida, en medio de unos preciosos cerros de variados tonos verdes, finalmente arribamos a la cúspide de la montaña y un impactante panorama se asomó ante nuestras atónitas miradas…
La cordillera cristalizada y como espolvoreada en su totalidad por azúcar glass, arropaba a un Santiago conformado de humildes techos nevados. En ese instante contemplando el impresionante panorama, comprendí la grandeza de Dios.
La naturaleza que se nos presentaba con plena hermosura, daba a conocer claramente a cualquiera, el esfuerzo y perfección que imprimió el Señor para crear nuestro mundo. También estando admirando tal sobrecogedora vista, me dí cuenta de nuestra propia pequeñez. Para mis adentros pensé que sin estar en misa había descubierto que para conocer al Creador hay que conocer sus creaciones, pero que les digo de la vida, simplemente: Maravillas….
Anécdota enviada por Alejandro González Degetau