Al principio…
Al principio Dios quiso poner un belén y creó el uni verso para adornar la cuna. Primero inventó el tiempo, y lo dividió en meses, en semanas, en días.
Los días estaban formados por millones de años, que son como instantes para Dios.
Y empezó su trabajo.Hizo el cielo, y lo llenó de estrellas y de pájaros.
Hizo la luz, y luego el sol (así lo cuenta la Biblia, aunque parezca raro), y encendió una lámpara blanca en la noche para que se viera bien la cara de Jesús; no fuesen a equivocarse los ángeles de la Nochebuena.
Hizo las montañas, tan auténticas que parecían de corcho, y las coronó de águilas y d nieve. Hizo mares y océanos de papel de plata, y grandes desiertos de arena dorada para los camellos de los Reyes Magos.
Después llamó a la más pequeña de todas las estrellas (apenas tenía 6 millones de hipermegavatios), y la llevó hasta la otra punta del universo.
Allí, con mucho cuidado, le dio un empujoncito con el dedo, con la fuerza justa para que, miles de siglos más tar de, parpadeara sobre las playas de Arabia a la vista de los Magos de Oriente.
Todo esto no fue muy difícil para Yavé. Con sólo su mirada coloreó todas las especies de flores que ha bía creado, y alfombró de musgo las orillas de los ríos.
También hizo crecer los árboles, que, al desperezarse, agitaron el aire y formaron la brisa y los vendavales.
Ahora dicen que es el viento quien mueve los árboles y no al revés, pero esto habría que demostrarlo.
Del viento nacieron las dunas y la música prime ra del campo.
Luego Dios hizo una pausa, y pensó dónde poner su belén.
Y decidió que en Belén. Imaginó las figuras: el buey, la mula, las lavanderas, los pastores… Y, como no tenía prisa, les dio una estirpe: padres, abuelos, bisabuelos…
Cientos de vidas para crear cada vida; centenares de amores para conseguir el gesto, el tono de voz, la mano extendida en la postura exacta del belén de Dios.
Pensó en su Madre: toda la eternidad soñó con Ella. Y, añorando sus caricias, fue dibujando en los antepasados de María como esbozos de esa flor que había de brotar a su tiempo. Igual que un artista que persiguiera tenazmente la pincelada perfecta, Dios pintó miles de sonrisas en otros tantos labios.
Y ensayó en otros ojos la mirada limpísima que tendría su Madre. Hasta que un día nació la Virgen, su Hija predilecta, su Esposa Inmacula da, su obra maestra.
Y la colocó en el belén junto a la cuna, con Jesús, que, por ser sólo de María, era su vivo retrato.Y vio Dios todo lo que había hecho.
Y era muy bueno; más aún, estupendo.
Y tanto le gustó que decidió transmitir en directo el nacimiento de su Hijo a todos los diciembres de la historia, y a todos los cora zones que tuvieran sitio para un belén.
Así inventó la Navidad. La Navidad no es un aniversario, ni un recuerdo. Tampoco es un sentimiento. Es el día en que Dios pone un belén en cada alma.
A nosotros sólo nos pide que le reservemos un rincón limpio; que nos lavemos las orejas para oír el villancico de los ángeles en la Nochebuena; que nos quitemos la roña acumulada, acu diendo al estupendo detergente de la Penitencia; que abramos las ventanas y miremos al cielo por si pasa ran de nuevo los Magos; que son verdad, que existen, y vienen siguiendo la estrella de entonces, camino del mismo portal.
Aunque tal vez veamos sólo a un matrimonio joven de inmigrantes que acaban de llegar a la ciudad. No traen el borrico, porque la especie está en peligro de extinción, sino una moto desvencijada que sabe Dios cómo sigue funcionando todavía.
No encontrarán sitio en los hoteles, y ella deberá dar a luz en el Metro.
Difícil lo tendrá la estrella para entrar allí aba jo y situarse en el andén sin permiso de la policía municipal.
Si pasan por tu puerta, no les digas que tienes la casa llena de huéspedes. Ellos se conforman con el establo de tu corazón.
Ábreselo de par en par, y, como es Navidad, disponte a jugar a muñecos con María. Déja me que te acompañe: te prestaré el corcho de las montañas, mi castillo de Herodes, un borrico con la oreja rota, la plata para el río y un racimo de ángeles, que nos enseñarán canciones de cuna para el Niño del pesebre.
De Enrique Monasterio, EL BELÉN QUE PUSO DIOS