El Rey, soltero todavía, decidió casarse.
Publicó un Edicto que se voceó en cada calle, en cada esquina, en cada camino.
Llamaba a Palacio a todas las Doncellas, en edad de merecer, de 18 a 28 años.
Hubo una riada de solicitadoras. Muchas pensaban en una vida regalada, de palacio. Eran pocas las que suspiraban por el Rey en persona, si apenas alguna.
Cuando hubo entrado el gentío, todas escucharon absortas las palabras del Rey:
– Os daré una semilla a cada una. La plantaréis y en un año volveréis para enseñarme cómo habéis cuidado de los frutos de dicha semilla.
Aparecieron pajes que, echando mano de un saco, proporcionaban una simple semilla a cada pretendiente.
Una de ellas quedó prendida de los ojos de su Majestad; se decía:
– es un hombre bueno y me gusta.
Todas plantaron su semilla y, al parecer, la cuidaban con oculto sigilo.
Pero la enamorada vio que su semilla no prendía: la regó y la regó, pero jamás dio fruto.
Al año se presentaron todas las pretendientes con plantas resplandecientes, a cual más hermosa. La enamorada, que no tenía nada que enseñar, llevó su maceta con tierra, con la esperanza de volver a ver los ojos de su Rey, por última vez…
Continúa la alegoría…
El Rey vio todas las macetas y apreció los comentarios de todas las pretendientes… Ni se paró frente a la maceta.
Cuando llegó el momento de dictar juicio preguntó por la que sólo tenía una maceta.
Apareció la enamorada, confundida entre miradas curiosas y cuchicheos…
El Rey explicó:
– Hace un año os di una semilla estéril. Ahora todas os presentáis con plantas excepto una, que no ha mentido y que se llevará el trono y a la que llamaréis Reina. He dicho.
Y la verdad fue la más bella de las plantas.