“Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo, y consideremos cuán preciosa es a los ojos de Dios, Padre suyo, hasta el punto de que, derramada por nuestra salvación, mereció la gracia del arrepentimiento”.
(San Clemente Romano, Primera carta a los Corintios. Tercer sucesor de S. Pedro tras Lino y Cleto, durante los últimos años del siglo I)