Noticia extraída de El Debate: El increíble caso de Marta Robin
Poco más de treinta años después de su muerte, el papa Francisco acaba de declarar Venerable a Marta Robin, una casi analfabeta campesina francesa de la Drôme, junto a los Alpes.
El 7 de febrero de 1981 Marta entregaba su alma a Dios, a los 79 años de edad, después de vivir los últimos cincuenta y tres paralizada en una cama, cincuenta y dos padeciendo los estigmas del Señor y los cuarenta y dos finales, ciega. Todo aquél tiempo lo pasó sin comer ni beber, en un sacrificio deliberado, ofrecido de modo voluntario y expiatorio. Empero, ella afirmaba que el sacrificio de la abstinencia de todo alimento no le costaba gran esfuerzo: «Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues me alimento en la Eucaristía de la sangre y la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que son ellos quienes impiden en sí los efectos de este alimento.»
Lo cierto es que Marta no podía tragar la hostia que ponían sobre su lengua. La absorbía sin comerla, produciendo unos efectos espirituales inmediatos sobre ella: «es como si un ser vivo entrase en mí».
No podía moverse. En lo que parece corresponderse con un fenómeno muy peculiar de catalepsia, los miembros, de cadavérica rigidez, se extendían a lo largo del tronco. Idéntica parálisis afectaba a su cabeza y a sus piernas. Las cortinas -frente su pequeño camastro de ciento diez centímetros- siempre estaban echadas, porque Marta, pese a su ceguera, no soportaba que la luz entrase en la habitación. Su postura era siempre la misma: levantada la cabeza sobre dos almohadones, la mano derecha sobre el abdomen y las piernas dobladas y arqueadas. Jamás salió de allí, su hogar paterno.
Los síntomas de su enfermedad se manifestaron de modo terrible desde el primer momento; las mejoras y las recaídas fueron sucediéndose ininterrumpidamente durante un periodo de diez años. Marta luchó contra el mal largo tiempo, pero cesó en su oposición cuando comprendió que la enfermedad le uniría a Cristo.
Muy pronto, en octubre de 1930, se le reprodujeron los estigmas de Jesús en pies y manos, en la cabeza -como reflejo de la coronación de espinas- e incluso en el costado derecho. Muchas noches, las llagas comenzaban a sangrarle de modo espontáneo, y los jueves Marta vivía la pasión de Cristo. Cada minuto, la experiencia se iba haciendo más intensa, hasta producirle lágrimas de sangre. Hacia las nueve de la noche alcanzaba el paroxismo, y entonces exclamaba: «Padre Mío, haz que se aparte de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». Marta llamaba «Padre» a Dios en el verdadero sentido en el que los hijos pueden llamárselo a sus padres, con plena confianza en Él, puesto que consideraba que con Dios llevaba «una vida de familia».
Marta Robin no durmió un solo día durante todo esos años. Jesús le había comunicado que, tras su madre María, ella sería la persona que con más cercanía viviría la pasión. Los sufrimientos irían aumentando con el paso de los días hasta impedirle conciliar el sueño. Sin faltar una sola vez a su cita, hacia las dos de la tarde del viernes, sufría los dolores de Jesús en la Cruz. Tras encomendar a Dios su espíritu, se aletargaba durante dos horas, llegando a ser inapreciable su respiración. La vuelta a la vida se revelaba en los gemidos en que prorrumpía, que prolongaba hasta el lunes por la tarde.
Según ella misma reveló, el dolor físico era menor en comparación con el tormento moral por el que pasaba. En especial desde el viernes, sentía cómo entraba en un universo de tinieblas, lo que le generaba una angustia indescriptible, que aceptaba al sentirse convertida en una víctima propiciatoria del siglo XX para una humanidad descreída que había abandonado el amor de Dios.
Durante décadas, Marta recibió un increíble número de visitas en su habitación. Se calcula que no menos de cien mil, lo cual arroja una inmensa cantidad de personas que pueden testimoniar lo misterioso de lo que allí sucedía. Naturalmente, muchos de ellos se acercaban para ver al «monstruo de feria», sin más motivo que el de la curiosidad. Ella solía recordarles que «no era una pitonisa ni una echadora de cartas».
Pero también fueron muchos los simples vecinos sin pretensiones que se llegaban para consultarle todo tipo de cuestiones, con toda confianza. Incluso los niños subían por los laterales de su cama. Ella siempre se ofreció para escucharlos a todos. Probablemente por eso desarrolló en 1936 los Foyers de Charité, extendidos hoy por unos setenta países, que organizan retiros espirituales y ayudan a los presos y a los misioneros en su labor por los cinco continentes. No en vano, uno de aquellos vecinos que solían acudir hasta su cama con cierta asiduidad reflexionaba que en aquella habitación «no existían los problemas, sólo las soluciones». Y eso es lo que son los Foyers de Charité, que tanto han influido, por cierto, en la renovación carismática.
Por supuesto, no faltaron políticos, pensadores y médicos descreídos o ateos, que trataban de descubrir en qué podía residir la impostura de aquella mujer de la que se decía que ni comía, ni bebía, ni dormía, pues aquello era, sencillamente, imposible. Trataban entonces de diagnosticar algún género de locura, de daño psicológico, de enfermedad mental de cualquier género, en fin, pero se iban con las manos vacías; todos convencidos de la absoluta ausencia de desvarío en la mujer porque, como escribió Guitton, «cada uno en aquella habitación se sentía unido a sí mismo, a los otros y a Dios».
Los dones que recibió Marta Robin fueron ciertamente grandes. Tenía don de presciencia y de bilocación, además de los estigmas de Cristo. Marta tenía conocimiento de la Virgen María, y había experimentado algo muy parecido a la muerte en muchas ocasiones.
La cercanía de Marta a la divinidad se reflejaba en la forma en la que consideraba su relación con respecto a Dios: «Estoy sumergida en Él como en un océano de amor, rodeada de Dios al que amo y que me ama. Soy como una esponja en el océano del amor…» La voluntad de Dios lo era todo para ella y, como santa Teresa, sólo espera el momento de su muerte.
Uno de esos dones recibidos de Dios había sido el de conocer aquello que está más oculto para los hombres. A comienzos de la segunda guerra mundial, comunicó a su confesor la próxima derrota de Francia, aunque profetizó que Francia encontraría «la misericordia de Dios» y que la Iglesia saldría de la prueba «reforzada y santificada».
A raíz de la muerte de su madre, Jean Guitton recogió sus visiones sobre el purgatorio. La madre de Marta murió junto a su cama, y ella esperó unos diez minutos para hablarle: «mamaíta» –le dijo- «entra en el cielo ¡Se acabó tu purgatorio!» Marta explicó a Guitton que la muerte no era un momento, sino que era un proceso y que no se producía al mismo tiempo que la llegada del alma a su destino, sino que había un tiempo intermedio.
La Iglesia ha querido ahora reconocer a la Venerable Marta Robin, una mujer asombrosa que sufrió como nadie la Pasión de Nuestro Señor, y que viene a recordarnos la importancia en estos tiempos de la exigencia y del sacrificio.