La conferencia fue presentada por el joven poeta, profesor y periodista, Juan Meseguer, que realizó un profundo y luminoso análisis de la vida y trayectoria de Martínez Mesanza: Licenciado en Filología Italiana, ha traducido a Dante, Miguel Ángel, Foscolo, Montale y Moravia. Fue Director de Comunicación de la Biblioteca Nacional y asesor en el Ministerio de Educación y Cultura. Además, ha dirigido los centros del Instituto Cervantes de Lisboa, Milán, Túnez y Tel Aviv. En 2013 fue nombrado Director Académico del Instituto Cervantes. Pero destaca sobre todo por su obra poética.
Su primer libro de poemas, Europa, apareció en 1983 y fue creciendo en sucesivas ediciones a lo largo de la década de los ochenta. A finales de los noventa, añadió al conjunto una serie de poemas bajo el título Fragmentos de Europa. Los otros dos libros son Las trincheras y Entre el muro y el foso, que también abarcan un período de escritura de una década. Una selección de su obra, se encuentra en la antología Soy en mayo.
Defensas de la poesía
En su libro En defensa del fervor, el poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski constata que muchos poetas se dedican a escribir defensas de la poesía, lo cual no tiene nada de extraño. Más interesante le parece el experimento contrario: es decir, el de los poetas que escriben contra la poesía. Él mismo se lo plantea y se pregunta qué problema hay con la poesía. ¿Por qué tanta gente inteligente y culta le vuelve hoy la espalda? Y anota varios argumentos.
Algunos se rebelan contra la «dulzura» de la poesía; contra la concentración de azúcar en los versos. Parece que escribir poesía es escribir versos ingenuos que cantan las puestas de sol, los encantos del mes de mayo o las margaritas. «¿Qué hay de malo en ello?». «Nada —responde Zagajewski—, pero a menudo su enorme ingenuidad provoca un rechazo espontáneo». Quizá porque el lector sabe que la vida no siempre es un camino de rosas. Lo normal es que todos experimentemos momentos de temor, inquietud o incluso desesperación. Lo que provoca rechazo no es la alegría ni el entusiasmo, sino la sospecha de que pertenece a la naturaleza misma de la poesía la tendencia a rechazar lo negativo y desagradable de la vida.
A otros, en cambio, les parece insoportable la postura contraria: no es la ingenuidad lo que les irrita sino la decadente mayoría de edad en la que muchos poetas actuales se han instalado, «una especie de ironía disecada por la tristeza». El problema no es la tristeza en sí (como tampoco lo era la alegría), sino la superioridad moral con que algunos poetas abrazan el desencanto. «Los románticos lloraron mucho. Los contemporáneos ya no lloran, sino que más bien permanecen en un estado de desesperación fría y elegante, interrumpido de vez en cuando por una carcajada lúgubre».
Y todavía hay una tercera posibilidad, que suele ir unida a la anterior: la de quienes aborrecen la poesía porque se abstiene de participar en el esfuerzo intelectual de su época. Para Zagajewski, este es el argumento de peso contra la poesía: «La acusación de no buscar la verdad sobre el hombre y el mundo, sino de limitarse a recoger preciosidades —conchitas y piedrecitas— en las playas del mundo».
Es la poesía que renuncia a decir algo relevante sobre el mundo. Es la poesía que se encierra en el «sinsentido hermético», como dice Rafael Morales Barba. Un sin sentido que va unido a la desolación como estética dominante. La pérdida de los grandes relatos -sigue diciendo este crítico- incrementa las propuestas egocéntricas y sin vigor que se deslizan hacia «una palabra ensimismada en la herida». Es la mirada triste de «un occidente donde el fin de las ideologías (y el fervor cristiano) se ha roto, o se perpetúa, hacia un eficaz pragmatismo» que va cristalizando en «un nihilismo de fondo».
Como dice el propio Mesanza, cuando habla de cierto arte contemporáneo: «Primero echaron a Dios del arte, y luego, como consecuencia lógica, al hombre».
La poesía como realidad moral
Frente a las poéticas del ensimismamiento, Julio Martínez Mesanza defiende la naturaleza de la poesía como realidad moral. «Si nos fijamos bien -escribe en un artículo publicado en Ínsula-, los sentimientos que llamamos estéticos no tienen que ver con lo que, de un modo u otro, se considera bello, ni con lo sensual, ni con lo sensitivo, aunque parezca etimológicamente paradójico, sino con el alma del hombre. Somos receptivos ante una obra de arte o un poema porque tenemos una historia personal cuyas vicisitudes se reflejan en la historia general de las alegrías y desdichas del hombre, y esta receptividad supone un acto de identificación moral».
Somos receptivos porque el poeta consigue convertir sus vivencias en experiencias comunes. Pero no cualquier tipo de experiencia: estamos hablando de la experiencia profunda, de la experiencia moral. Esa que nos obliga a distinguir entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, y cuya elección deja un poso en el alma. «(Dios) no ha dado la libertad y, con ella, la felicidad y el sentimiento de culpa; nos ha dado un alma cuyos actos y sufrimientos son actos y sufrimientos estéticos en estado puro».
Y añade: «Solo desde un punto de vista moral, no necesariamente moralista (y es una pena tener que hacer todavía este tipo de aclaraciones), puedo acercarme a la raíz del sentimiento artístico, porque solo lo humano, lo que tiene que ver con este valle de lágrimas, despierta en mí la emoción que llaman artística».
Para comprobar la verdad de estas palabras, añade Martínez Mesanza, basta con pensar cuáles son las obras que más nos han emocionado y preguntarse el porqué de esa emoción. «Verá que trataban asuntos morales que se le presentaban como propios o en los que podía ver la irrupción de lo humano con una fuerza que, a veces, no posee la misma realidad, y lo hacían desde el vigor o la ternura, nunca desde la indiferencia; verá que esas experiencias, comparadas con las que proporciona la lectura de obras que no pasan de ser ingeniosas, permanecen, son memorables en todos los sentidos y no se agotan en lo que se llama goce o deleite estético«.
Como era de esperar, esta idea de la poesía aparece con fuerza en la obra poética de Martínez Mesanza. De una forma u otra, todos sus libros plasman la lucha entre el bien y el mal. De ahí que, como dice el crítico Luis Ramoneda, preste atención a realidades como «la culpa, el desasosiego, el arrepentimiento, la esperanza y un hondo sentido de lo sagrado».
La dimensión moral de la poesía de Martínez Mesanza se aprecia, además, en «la celebración de virtudes como el heroísmo, el coraje, la lealtad, la nobleza…», que hacen su aparición entre jinetes, duelos, caballos y campos de batalla.
En la poesía de Martínez Mesanza, «las torres son imagen del orgullo», como dice el título de uno de sus poemas. Pero en los poemas recogidos en la antología Elogio del desierto, podemos encontrar un nuevo significado: la torre -en singular-como imagen de la visión del mundo, pues para Martínez Mesanza no puede haber verdadera poesía sin visión del mundo. Los malos poemas lo son muchas veces porque se apoyan en una visión del mundo que es anodina y superficial, aunque lo digan con un ritmo o un empaquetado formal impecables. Por eso, llega a decir el poeta:
Con que una torre se salvase, el mundo
salvaría su luz y yo mi asombro.
La poesía como búsqueda de sentido
En su exposición, Martínez Mesanza, explicó cómo todos los poetas «tenemos algo por lo que nos lanzamos a escribir, quizá reproducir aquello que nos encanta leer, atraídos por su belleza en un primer momento, y luego, además, se convierte en un modo de buscar el sentido de la vida».
Hasta los veintitrés o veinticuatro años no escribí poemas que me parecieran publicables, que me dejaran satisfecho. En esos años nació su primer poemario, Europa, con ecos clásicos, griegos y romanos, como el poema Amicitia, escrito en una guardia, y dedicado a José del Río Mons:
Si tuvieses el justo de enemigo
sería la justicia mi enemiga.
A tu lado en el campo victorioso
y junto a ti estaré cuando el fracaso.
Tus secretos tendrán tumba en mi oído.
Celebraré el primero tu alegría.
Aunque el fraude mi espada no consienta
engañaremos juntos si te place.
Saquearemos juntos si lo quieres
aunque mucho la sangre me repugne.
Tus rivales ya son rivales míos:
mañana el mar inmenso nos espera.
Destacó las raíces de su poesía en Dante, Lope de Vega, Quevedo, el Góngora de los metros castellanos, y también los poetas grecolatinos, y la Biblia, no sólo como libro revelado, sino desde el punto de vista de escritura poética: los Salmos, Isaías…; y las historias de la Historia Sagrada.
Presentó el libro Las Trincheras como el centro de su poesía: «Ahí está todo, es el más cristiano de mis libros, en el que hay varios poemas sobre la Virgen María». De ese libro leyó, por ejemplo:
Felices las ciudades que conservan
indemnes sus iglesias, y felices
las que, después del siglo, las consagran.
Ninguno dijo en ellas: «Dios no existe,
y si existe, no cuida de nosotros;
mirad, si no, la muerte de los niños,
que le culpa o le niega, y la injusticia
y la tristeza avasallando el mundo».
Felices porque su esperanza vive
y les hizo decir humildemente:
«La culpa del dolor es sólo nuestra».
Su próximo libro: Gloria
Después de leer algún poema de su libro Entre el muro y el foso, del que un crítico ha destacado el cambio de registro respecto a los anteriores, señalando el dolor del poeta ante la nada, comentó algunas pautas del próximo libro que va a entregar a la imprenta, Gloria, y leyó un poema, titulado Jan Sobieski, rey de Polonia en el sigle XVII, que liberó a Europa del asedio otomano a las puertas de Viena, ya publicado en la revista cultural Ambos mundos, y estudiado por el profesor de la Universidad de Navarra, Juan Gómez Blanes, que realiza su tesis doctoral sobre la poesía de Julio Martínez Mesanza:
Aunque a la muchedumbre no le importe
que Europa valga poco y crea en nada,
o se hiele eclipsada por la luna,
yo quiero recordar a quien importa.
Por ejemplo, a ese rey de los polacos,
por su mérito rey no por la sangre,
que dijo el dulce nombre de María
una mañana nueva en Jasna Gora:
niña de las montañas deslumbrantes;
niña de las montañas trasparentes;
niña de los azules imposibles;
niña de los azules que más valen;
niña de los comienzos diminutos;
niña de la humildad recompensada;
lluvia fuerte que arrastra la miseria;
lluvia limpia que lava nuestras almas.
Los soldados cristianos qué sabemos:
sólo de la extensión de las estepas,
de la feliz e interminable nada,
de la ansiedad sin fin de las estepas:
sólo de la estrechura de los bosques,
de los desfiladeros infinitos,
de las ciudades que arden en la noche
como estrellas en medio de la nada.
Los soldados de Cristo qué valemos
sin tu mano de niña que nos lleva
hasta la luz final del laberinto.
Sin tu mano de niña qué valemos.
Un doce de septiembre frente a Viena,
contra la densa reja de las picas
y contra los mosquetes infernales
los soldados de Cristo se lanzaron.
La hora que pertenece a nuestro ahora:
contra la muchedumbre de las picas
y contra las tormentas infernales
la carga de los húsares alados.
Su exposición finalizó con varias preguntas de los asistentes.