En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté: qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: «Ellos también tienen hambre». Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Por el contrario, esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir. Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Yo respondo: «Cuando aprendamos a compartir». Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más podemos dar. Ese niño me enseñó a amar En una ocasión, en Calcuta, no teníamos azúcar para nuestros niños. Sin saber cómo, un niño de cuatro años había oído decir que la Madre Teresa se había quedado sin azúcar. Se fue a su casa y les dijo a sus padres que no comería azúcar durante tres días para dárselo a la Madre Teresa. Sus padres lo trajeron a nuestra casa: entre sus manitas tenía una pequeña botella de azúcar, lo que no había comido. Aquel pequeño me enseñó a amar. Lo más importante no es lo que damos sino el amor que ponemos al dar.
Vicente Huerta
Vicente Huerta