Sergei formó parte de la policía secreta comunista en la URSS de los años 60.
En 1971 decidió escaparse de su país y pedir asilo en los EEUU, poco después de lograr su objetivo fue asesinado por la KGB. Kourdakov participó en varias redadas contra las comunidades cristianas en la región de Kamchatka.
En una de sus redadas cuenta lo que le ocurrió:
«Vi a una anciana pegada a la pared con una expresión de horror en el rostro y los labios temblando en oración. El ruido me impedía oír sus palabras. Aquella oración me llenó de cólera, caí sobre ella con el garrote en alto, dispuesto a machacarla. Ella me vio y se puso a rezar con voz más alta. Me detuve a escuchar lo que decía, más por curiosidad que por otra cosa. Tenía ya el brazo levantado, dispuesto a golpearle la cabeza con la cachiporra, cuando capté sus palabras:
– Dios mío, perdona a este joven. Muéstrele el buen camino. Ábrele los ojos y ayúdale. Perdónale, Dios mío. Me quedé petrificado. <<¿ Por qué no pide ayuda para ella misma, en vez de pedirla para mí? Ella es la que va a recibir el golpe de gracia>>.
Me enfureció el hecho de que ella que no era nadie, se permitiera rezar por mi, Sergei Kourdakov, jefe de la Liga de las Juventudes Comunistas. Con un movimiento de rabia, Agarré con más fuerzas el garrote y me dispuse a aplastarle la cabeza.
Quería pegarle con todas mis fuerzas para acabar con ella. Entonces se produjo una de las cosas más extrañas. No puedo describirla bien. Alguien me agarró por la muñeca y me dio un tirón hacia atrás. Me quedé estupefacto. Me hizo mucho daño, y no era pura imaginación. Alguien apretaba de verdad mi puño con tal fuerza que me lastimaba. Pensé que se trataría de un creyente y me volví para golpearle.
¡Pero allí no había nadie!. Miré detrás de mí. Nadie había podido cogerme el brazo y, sin embargo, alguien me había agarrado.
Todavía sentía el dolor. Me quedé confundido. La sangre se me subió a la cabeza. El miedo se apoderó de mí y sentí un escalofrío. Aquello sobrepasaba las luces de mi razón, era desconcertante, irreal. En aquel momento me olvidé de todo. Arrojando el garrote, salí corriendo, la sangre latiéndome en las sienes y un sofoco subiéndome a la cabeza y al rostro. Las lágrimas empezaron a caer por mi mejillas.