Tenía que ser el obispo
En el mes de octubre de 1995 se abría en Madrid el Proceso de Beatificación y Canonización de Mons. José María García Lahiguera, que fue Obispo Auxiliar de Madrid desde 1950, luego Obispo de Huelva (1964) y finalmente Arzobispo de Valencia (1969). Falleció santamente en 1989. Un sacerdote de la diócesis de Madrid -D. Victoriano Rubio, párroco de Ntra. Sra. de la Concepción de Ciudad Lineal- ha escrito un testimonio bien interesante del valor que D. José María daba a la Confesión.
Cuenta que tenía un enfermo de la parroquia hospitalizado en el Sanatorio de San Nicolás (ahora de la Fuensanta), y que al ofrecerle los últimos sacramentos contestó que como no fuera el Obispo, él no se confesaba. La verdad es que hay gente curiosa: ¿qué mosca le picaría? ¿Sería una excusa? Vaya usted a saber. Pero así, como suena: tenía que ir el Obispo en persona. El caso es que se enteró D. José María y no lo dudó un segundo. Salió inmediatamente para el sanatorio y aquel buen hombre se emocionó como un niño cuando vio a un Obispo a su lado y dispuesto a atenderle con la mayor solicitud. Para D. José María aquella era un alma que merecía la pena cualquier esfuerzo y no dio al asunto mayor importancia.
Sobre la marcha
San Juan Bosco sabía como nadie ganarse a los muchachos y tenía a cientos de ellos a lado. Se divertían de lo lindo con él, pero no descuidaba el que los sábados por la tarde y los domingos se acercaran al sacramento de la Penitencia. Sabía muy bien que algunos se hacían los remolones y en estos casos tomaba la iniciativa y les lanzaba un cable. Por ejemplo, llamó un domingo a uno de los chicos, que no hacía más que jugar, a la sacristía, y le invitó a arrodillarse en el reclinatorio (la narración se debe a Don Bosco, en Memorias del Oratorio).
-¿Para qué me quiere?
-Para confesarte.
-No estoy preparado.
-Lo sé.
-¿Entonces?
-Entonces prepárate, y después te confesaré.
Don Bosco tenía confianza de sobra para actuar así y sabía que no violentaba la voluntad de su amigo.
El chaval exclamó:
-Bien, muy bien; lo necesitaba, me hacía falta; ha hecho bien en cogerme así; de lo contrario, aún no habría venido a confesarme por miedo a los compañeros.
A partir de ese día fue uno de los más asiduos penitentes de Don Bosco y solía contar a sus amigos la estratagema que el buen sacerdote había empleado para «cazarle».
Juan Pablo II y Vianney
El Papa Juan Pablo II recuerda en su libro Don y Misterio, aparecido con ocasión del quincuagésimo aniversario de su sacerdocio, muchos momentos de su dilatada vida. Cuando era joven sacerdote e iba haciendo estudios en Roma, pasó en un viaje por la aldea de Ars; era a finales de octubre de 1947.
Se emocionó al visitar la iglesia donde confesó tanto el Santo Cura, Juan María Vianney. Ya le había impresionado su figura en la época de seminarista, sobre todo con la lectura de la biografía de Trochu. Escribe el Papa: «San Juan María Vianney sorprende en especial porque en él se manifiesta el poder de la gracia que actúa en la pobreza de medios humanos. Me impresionaba profundamente, en particular, su heroico servicio de confesonario. Este humilde sacerdote que confesaba más de diez horas al día comiendo poco y dedicando al descanso apenas unas horas, había logrado, en un difícil periodo histórico, provocar una especie de revolución espiritual en Francia y fuera de ella. Millares de personas pasaban por Ars y se arrodillaban en su confesonario».
Y un poquito más adelante añade: «Del encuentro con su figura llegué a la convicción de que el sacerdote realiza una parte esencial de su misión en el confesionario, por medio de aquel voluntario hacerse prisionero del confesionario».